Capítulo 3: La jaula de oro
El trayecto hasta el ático fue en silencio. Lili se durmió casi al instante: el calor del coche actuó como un sedante sobre su cuerpo agotado. Estaba acurrucada contra Arturo, la cabeza apoyada en su pecho. Su respiración era áspera, con un sonido húmedo que lo llenaba de terror.
Arturo no dejó de mirarla en todo el camino. Seguía con el dedo la línea de su mandíbula, la curva de la oreja. Era la viva imagen de Sara a esa edad. Los recuerdos que llevaba diez años enterrando volvieron en oleadas. Sara aprendiendo a montar en bici. Sara en su graduación. Sara gritando en su despacho, con lágrimas corriendo por su cara, la noche que se marchó.
—Quieres más a tu dinero que a las personas, papá. Vas a morir solo encima de un montón de oro.
Y hasta hacía una hora, esa era exactamente la dirección de su vida.
Cuando el coche entró en el garaje privado de la Torre Salgado, Arturo no esperó a que el chófer abriera. Cargó a Lili en brazos y entró directamente al ascensor privado.
El ático era un museo de riqueza. Ventanales gigantes con vistas a la ciudad, suelos de mármol, arte moderno que costaba más que la vida entera de mucha gente. Pero al cruzar el umbral con aquella niña sucia y dormida en brazos, se dio cuenta de lo frío que era ese lugar. Estaba impecable… y vacío.
La llevó al dormitorio de invitados, una habitación que jamás se había usado. La dejó con cuidado sobre las sábanas de seda. Desentonaba, como una flor silvestre colocada en una mesa de quirófano.
Llamó a su médico de cabecera, el doctor Esteban.
—Ven ahora mismo. Me da igual tu cena. Es urgente.
Mientras esperaba, Arturo se sentó en una silla junto a la cama y la observó. Vio los agujeros en los calcetines. La suciedad bajo las uñas. Era su sangre. Mientras él comía caviar y bebía whisky añejo, su nieta pasaba hambre a pocos kilómetros.
Se cubrió la cara con las manos y volvió a llorar. Lloró por Sara. Por los años perdidos. Por la crueldad de su propio corazón.
Cuando llegó el doctor, actuó con eficacia. Examinó a Lili, escuchó su pecho, le tomó la temperatura. Ella se despertó asustada, pero Arturo le cogió la mano.
—Tranquila, Lili. Es… es como un mago. Va a hacer que la tos desaparezca.
—No me gustan los médicos —susurró—. Mamá decía que son muy caros.
A Arturo le dolió como un cuchillo.
—Este no, cielo. Este es gratis.
Esteban lo apartó al pasillo.
—Tiene neumonía —dijo en tono grave—. Está desnutrida, deshidratada y con signos de carencias vitamínicas de larga duración. Necesita un hospital, Arturo.
—Ni hablar —respondió Arturo, firme—. Puedo comprar una planta entera del hospital si hace falta. Trae aquí lo que haga falta: aparatos, enfermeras, lo que sea. No pienso perderla de vista.
Esteban asintió.
—Está bien. Pero, Arturo… ¿quién es?
—Mi nieta —dijo Arturo. Y las palabras le supieron raras y pesadas en la boca.
Aquella noche Arturo no durmió. Se quedó sentado junto a la cama. Cuando Lili se despertó con hambre, fue a la cocina. No sabía cocinar; para eso tenía cocinero. Pero eran las tres de la madrugada. Encontró una lata de sopa, la calentó y se la dio cucharada a cucharada.
—Está rica —dijo Lili, chupando la cuchara—. Mamá casi no comía. Me daba lo suyo. Decía que no tenía hambre, pero la tripa le hacía ruidos.
Cada frase de la niña era una bofetada, una prueba más del sacrificio de Sara y del fracaso absoluto de Arturo como padre.
—Tu mamá fue una heroína —dijo, con la voz cargada de emoción.
—Está con los ángeles —dijo Lili, con naturalidad—. Me lo dijo. Dijo que cuando se durmiera y no se despertara, que no me asustara. Que me iba a estar mirando.
Miró alrededor.
—¿Este es el castillo?
—Sí —respondió Arturo—. Este es el castillo.
—Es grande —comentó ella, arrugando la nariz—. Pero está un poco vacío.
Arturo miró las paredes desnudas, las estanterías de diseño llenas de cosas caras pero sin vida.
—Sí —admitió—. Ha estado vacío mucho tiempo. Pero tú lo vas a llenar.
Capítulo 4: Guerra de lobos
A la mañana siguiente, llegó la tormenta. No la del cielo, sino la del mundo de los negocios.
El vídeo de Arturo Salgado de rodillas en el barro, llorando por una niña sin hogar, se había vuelto viral. Estaba en todos los noticiarios, en redes, en tertulias.
La caída del Rey de Hielo.
El millonario se rompe.
Arturo entró en la sala de juntas de Grupo Salgado a las nueve en punto. Llevaba un traje impecable, pero algo en él había cambiado. Sus ojos ya no eran bloques de hielo; estaban enrojecidos por el cansancio, pero ardían con un fuego distinto.
El Consejo de Administración se sentaba alrededor de la larga mesa. Doce hombres y mujeres tan despiadados como él había sido siempre.
—Arturo —empezó Marcos Torre, el director financiero—. Tenemos que hacer control de daños. La acción ha caído tres puntos esta mañana. Hay que emitir un comunicado diciendo que estabas bajo estrés. Y seguir con la demolición cuanto antes para demostrar fuerza.
Arturo se colocó en la cabecera. Los miró uno a uno. Se vio reflejado en ellos: avariciosos, ciegos, vacíos.
—No habrá demolición —dijo en voz baja.
La sala estalló.
—¿Cómo que no? ¡Tenemos millones invertidos! ¡Las obras ya están contratadas!
—He dicho que no —subió el tono Arturo—. El Bloque San Judas no se tira.
—Arturo, sé razonable —dijo Torre, poniéndose de pie—. Es una ubicación privilegiada. No podemos dejar ese tugurio en pie.
—No lo vamos a dejar como un tugurio —respondió Arturo—. Lo vamos a rehabilitar.
—¿Rehabilitarlo? —Torre soltó una risa nerviosa—. ¿Para quién? Esa gente no puede pagar alquiler de mercado.
—No pagarán alquiler —dijo Arturo—. Vamos a convertirlo en un refugio. Viviendas de alquiler social. Una clínica en la planta baja. Una escuela en la segunda. Y llevará el nombre de mi hija: Centro Sara Salgado.
Silencio. Absurdo, absoluto.
—Te has vuelto loco —escupió Torre—. Esto es una empresa, no una ONG. Tienes una obligación con los accionistas. Si haces eso, votaremos tu destitución.
Arturo sonrió. No fue una sonrisa amable. Fue la sonrisa de un lobo que recuerda que sigue siendo el más grande del bosque.
—¿Destituirme? —se permitió una breve carcajada—. Marcos, ¿se te ha olvidado quién tiene el cincuenta y uno por ciento de las acciones con derecho a voto?
Torre palideció.
—He construido esta empresa sobre las espaldas de gente como la que vive en ese bloque —continuó Arturo, alzando la voz—. Los exprimí hasta la última moneda. Ignoré su humanidad. Y por culpa de eso… por culpa nuestra… mi hija murió en una habitación helada de un edificio que es mío.
Hubo jadeos alrededor de la mesa. No lo sabían.
—Murió —golpeó la mesa con el puño— mientras nosotros hablábamos de márgenes de beneficio. Así que os voy a decir lo que va a pasar. Vamos a cambiar de rumbo. Grupo Salgado va a ser referente en vivienda digna y asequible. Vamos a usar nuestros miles de millones para arreglar parte del desastre que hemos creado.
Miró directo a Torre.
—Y tú, Marcos. Estás despedido.
—No puedes…
—Ya lo he hecho. Lárgate.
Torre miró alrededor buscando apoyo. Nadie se movió. Al final, recogió sus cosas con la mandíbula apretada y salió dando un portazo.
Arturo se volvió hacia el resto.
—Cualquiera que piense que el beneficio está por encima de las personas, puede ir detrás de él. Ahora.
Nadie se levantó.
—Estupendo —dijo, dejándose caer en la silla—. Pongámonos a trabajar. Quiero arquitectos al teléfono ya. Quiero las mejores calderas del mercado instaladas en San Judas esta misma noche. Y quiero un fondo para cada niño que viva en esa manzana.
Se recostó, notando cómo se le aligeraba de golpe un peso que llevaba cuarenta años sobre los hombros. Ya no iba a construir solo edificios. Iba a construir un legado.
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