Capítulo 5: Primavera en el jardín
Seis meses después.
Madrid había despertado de su invierno. Ya no quedaban restos de nieve gris; el asfalto se caldeaba bajo el sol, y los árboles volvían a vestirse de verde. El viento que antes cortaba la cara ahora era una caricia suave.
El Centro Sara Salgado estaba abierto. Ya no parecía un bloque de pisos abandonado. Los ladrillos se veían limpios, las ventanas nuevas, de cristal eficiente, brillaban al sol. El antiguo aparcamiento de cemento, donde una vez habían esperado los camiones de demolición, era ahora un huerto comunitario lleno de tomates, pimientos y flores.
Arturo se sentaba en un banco en medio del jardín. No llevaba traje. Llevaba un pantalón de algodón y una rebeca azul clara. Parecía más viejo, sí, pero también más blando. Las aristas de su cara se habían suavizado.
Miraba a los niños jugar en los columpios nuevos.
—¡Abuelo!
Arturo se giró. Lili corría hacia él, cruzando la hierba. Ya no se parecía en nada al fantasma que había conocido en la nieve. Tenía las mejillas redondas y sonrosadas. El pelo, limpio y recogido con una cinta amarilla. Llevaba una mochila un poco demasiado grande, que rebotaba en su espalda al correr.
—Despacio, corredora —rió Arturo, abriendo los brazos.
Lili se lanzó contra él, abrazándolo con fuerza.
—¡He terminado mi primer día! ¡Primero de primaria!
—¿Ah, sí? —le besó la coronilla—. ¿Y has aprendido algo?
—Muchas cosas —dijo ella, sin aliento—. Pero mira, he hecho esto para ti.
Sacó de la mochila una hoja arrugada de cartulina de colores. Era un dibujo. Con ceras había dibujado una niña de palitos, con pelo amarillo alocado, de la mano de una figura muy alta con jersey azul. A su lado, una piedra con la palabra “MAMÁ”. Y arriba, un sol gigante amarillo.
—La seño nos ha enseñado a escribir hoy —dijo orgullosa—. Lee lo que he puesto abajo.
Arturo se puso las gafas. Las manos le temblaron igual que aquel día de nieve, pero ahora no era por el miedo.
En la parte de abajo, con letras grandes, torcidas y llenas de faltas, ponía:
TE QUIERO ABUELO.
Arturo se quedó mirando esas palabras. Había ganado millones. Tenía su nombre en lo alto de una torre. Había cenado con presidentes y grandes empresarios. Pero nada —absolutamente nada— lo había hecho sentirse tan rico como en ese momento.
Miró a Lili.
—Es precioso, Lili. Es lo más bonito que he leído en mi vida.
—¿Tú crees que a mamá le gusta? —preguntó ella, mirando al cielo.
Arturo también miró hacia arriba. Las nubes se abrían justo en ese momento, dejando pasar un rayo de sol que iluminó el huerto.
—Sí —susurró—. Creo que le encanta. Y creo que… que ella también me ha perdonado.
Lili se acurrucó contra su pecho.
—Te quiero, abuelo.
Arturo la rodeó con los brazos, apoyando la barbilla en su pelo con olor a champú barato y sol.
—Yo también te quiero, mi princesa de papel —dijo.
Y allí se quedó, abrazándola bajo la luz de la tarde, el hombre que una vez estuvo hecho de hielo, ahora al fin, completamente, en paz y en calor.






