—Señor, ¿necesita una empleada? Puedo hacer lo que sea… mi hermanita tiene hambre.
La frase hizo que Alejandro Herrera, un empresario de cuarenta y ocho años, se quedara paralizado justo antes de entrar por las rejas de su mansión a las afueras de la ciudad. Había bajado del coche, con el maletín en la mano, pensando ya en las reuniones del día siguiente, cuando escuchó aquella voz temblorosa.
Se giró y vio a una muchacha de no más de dieciocho años. Llevaba un vestido viejo y rasgado, el pelo pegado a la frente por el sudor y la cara sucia de polvo. A la espalda, bien sujeta con una tela descolorida, dormía una bebé, tan pequeña que casi no se le escuchaba la respiración.
La primera reacción de Alejandro fue de incredulidad. No estaba acostumbrado a que la gente se le acercara de forma tan directa, y menos de esa manera. Normalmente lo rodeaban empleados, choferes, seguridad… nunca una chica pobre en la puerta de su casa.
Pero antes de que pudiera responder, sus ojos se detuvieron en un detalle que le cortó el aliento: en el lado del cuello de la muchacha había una marca de nacimiento muy clara, en forma de media luna.
Por un instante, se le vació el pecho de aire. Esa imagen estaba grabada en su memoria desde hacía muchos años: su hermana menor, Marta, tenía exactamente la misma marca. Ella había muerto en un accidente trágico casi dos décadas atrás, dejando un hueco de preguntas que Alejandro nunca se atrevió a enfrentar.
—¿Quién eres? —preguntó, con un tono más duro de lo que pretendía.
La chica dio un pequeño brinco, abrazando instintivamente a la bebé que dormía en su espalda.
—Me llamo Lina Cortés, señor —respondió, con la voz casi rota—. Por favor… no tenemos a nadie más. Yo puedo limpiar, cocinar, fregar el suelo, lo que haga falta. Solo… solo no deje que mi hermana pase hambre.
Alejandro sintió una extraña mezcla de desconfianza y algo más profundo, algo que le quemaba por dentro: reconocimiento, tal vez. En sus facciones había algo familiar, y esa marca en el cuello… La desesperación en su voz lo sacudió de una forma en que ni el dinero ni el poder jamás lo habían hecho.
Hizo un gesto a su chofer para que no se moviera del coche y se inclinó un poco hacia la muchacha, hasta quedar a su altura.
—Esa marca en tu cuello… —dijo en voz baja—. ¿Desde cuándo la tienes?
Lina dudó un momento. Sus labios temblaron antes de responder:
—Desde que nací, señor. Mi madre decía que era algo de familia. Una vez me contó que tenía un hermano, pero se fue antes de que yo pudiera recordarlo.
El corazón de Alejandro empezó a latir con fuerza. ¿Era posible? ¿Podía ser que aquella chica, medio rota por la miseria frente a sus rejas, tuviera algo que ver con él?
Detrás de él, la mansión se alzaba silenciosa, símbolo de años de trabajo, negocios, viajes, elogios en periódicos y revistas. Pero en ese momento nada de eso tenía peso. Solo veía a la muchacha, la marca en su piel y el eco de un pasado que había preferido enterrar.
La idea le atravesó la mente como un rayo: tal vez la familia que creía perdida estaba allí mismo, hecha carne en esa joven desesperada y la niña diminuta que cargaba a la espalda.
Alejandro no la hizo entrar de inmediato. Primero pidió a uno de los guardias que trajera comida y agua. Le alcanzaron pan, fruta y una botella de agua fresca en la misma entrada. Lina arrancó un trozo de pan con las manos temblorosas y empezó a comer como quien no lo hace desde hace días. Cada pocos mordiscos, partía un pedacito más pequeño y se lo acercaba con cuidado a la boca de la bebé cuando esta se movía y hacía un ruidito de hambre.
Alejandro la observaba en silencio. Algo se le apretaba en el pecho; una mezcla de culpa, ternura y miedo.
Cuando por fin Lina pudo respirar hondo y dejó de tragar tan deprisa, Alejandro preguntó con tono más suave:
—Háblame de tus padres.
Los ojos de Lina se nublaron de tristeza.
—Mi madre se llamaba Elena Cortés —dijo lentamente—. Fue costurera toda su vida. Arreglaba ropa, cosía uniformes, lo que saliera. Murió el invierno pasado… el médico dijo que fue por enfermedad. Nunca hablaba mucho de su familia. Solo mencionaba, de vez en cuando, que tenía un hermano que se hizo muy rico, pero… que se olvidó de ella.
Alejandro sintió cómo el suelo parecía moverse. Marta Elena Herrera. Ese era el nombre completo de su hermana. De joven, cuando discutió con la familia y decidió irse, insistía en que todos la llamaran solo Elena, como si quisiera empezar de cero.
¿Había vivido todos esos años escondiendo su verdadero apellido?
—Tu madre… —dijo él, con la voz baja, midiendo cada palabra—. ¿Tenía también una marca como la tuya?
Lina asintió despacio.
—Sí, señor. Aquí mismo —señaló el costado del cuello—. Siempre la tapaba con pañuelos. Decía que era mejor así.
La garganta de Alejandro se cerró. Ya no quedaban dudas. Esa chica flaca, con el vestido roto, era su sobrina. Y la bebé que casi se perdía entre las telas de su portabebés improvisado… también era de su sangre.
—¿Por qué nunca vino a buscarme? —murmuró, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
Lina bajó la mirada.
—Decía que usted no se iba a preocupar —susurró—. Que la gente con dinero no mira hacia atrás.
Las palabras le cayeron como piedras. Alejandro había pasado años levantando empresas, comprando edificios, cruzándose con políticos y empresarios, siendo admirado en los medios como un hombre brillante. Pero nunca, ni una sola vez, dio el paso de buscar a su hermana después de la pelea que los separó. Simplemente asumió que ella no quería saber nada de él.
Y ahora, frente a su puerta, estaba el resultado de esa indiferencia:
Su sobrina, en la calle, mendigando trabajo para poder darle de comer a una bebé.
—Entrad —dijo al fin, con la voz quebrada—. Las dos. No sois unas desconocidas. Sois familia.
Por primera vez desde que empezó aquel encuentro, la expresión dura de Lina se resquebrajó. Sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó contener. No estaba acostumbrada a la bondad, solo a sobrevivir. Había llegado a esa puerta esperando como mucho un trabajo mal pagado, no una invitación a entrar.
Pero las palabras de aquel hombre rico tenían algo que ella creía perdido: esperanza.
Los días siguientes cambiaron la vida de todos. La mansión, antes silenciosa y ordenada hasta el extremo, empezó a llenarse con el llanto de la bebé, con los pasos apresurados de Lina por los pasillos, con voces a la hora de la comida que sonaban más cercanas que cualquier reunión de negocios.
Alejandro mandó llamar a un médico de confianza para revisar a la bebé, que se llamaba Amelia, y también a Lina. Se aseguró de que tuvieran ropa limpia, un cuarto cómodo, comida caliente siempre disponible. Pero no se quedó ahí.
Contrató profesores particulares para Lina.
—No necesitas fregar suelos, Lina —le dijo una noche, mientras cenaban en una mesa mucho más modesta que la del gran comedor, porque a ella le imponía demasiado—. Necesitas estudiar. Tener sueños. Vivir la vida que tu madre quería para ti.
Lina frunció el ceño, incómoda.
—No quiero que me mantengan por lástima, señor —respondió—. Solo pedí trabajo.
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