El millonario echa a una “basura” en plena nevada y luego ve la pulsera de su hijo muerto en su muñeca
Capítulo 1: La torre de marfil y la mendiga
El silencio en la finca de los Serrano no era un silencio tranquilo; era denso, sofocante y caro. Era el tipo de silencio que solo se compra con miles de millones de euros y décadas dedicadas a alejar a la gente.
Afuera, el viento de la sierra rugía como un animal herido, lanzando la nieve contra los grandes ventanales blindados del ático. Dentro, sin embargo, la temperatura se mantenía en veintidós grados exactos, controlada por un sistema que costaba más que un piso en el centro de Madrid.
Arturo Serrano estaba sentado en su sillón de cuero de respaldo alto, con una copa de whisky de cincuenta años apoyada, intacta, sobre el escritorio de caoba. A sus setenta y cinco años, Arturo parecía tallado en granito. Su rostro era un mapa de arrugas profundas, cada una un recuerdo de una batalla ganada en el mundo de los negocios, cada una un testimonio de su filosofía implacable: la debilidad es un pecado, y la pobreza es una elección.
Miró su reloj. Era Nochebuena. Para Arturo, no significaba nada especial. Era simplemente 24 de diciembre, el cierre del cuarto trimestre fiscal. Abajo, el servicio se movía como fantasmas, aterrorizados de hacer el más mínimo ruido que pudiera molestar al dueño de la casa. Conocían las historias. Sabían del hijo, Daniel, al que habían expulsado de ese mismo despacho diez años atrás por tener la osadía de querer ser pintor en lugar de director general. Sabían que Arturo no le había dirigido la palabra desde entonces.
El interfono zumbó, rompiendo el silencio. Era la voz temblorosa del jefe de seguridad.
—Señor —dijo Marcos—, el coche ya está listo para la gala.
Arturo gruñó, se bebió el whisky de un trago que le quemó la garganta y se levantó. Odiaba la gala de Navidad. No era más que un desfile de aduladores y cazafortunas fingiendo preocuparse por la caridad mientras bebían champán que costaba más que el sueldo anual de una enfermera. Pero Arturo iba por las deducciones fiscales y por la imagen. En su mundo, la imagen era una moneda más.
Bajó la gran escalera de mármol, abrochándose el abrigo de cachemira. El aire que se colaba por la puerta principal era cortante. Cuando las pesadas puertas de madera se abrieron, la tormenta de nieve le dio una bofetada de hielo. Su limusina, una bestia negra y reluciente, esperaba en la entrada, expulsando nubes de vapor al cielo oscuro.
Arturo avanzó hacia el coche con paso firme, la vista fija al frente. No miró la nieve. No miró las luces ni las decoraciones de Navidad. No miró nada más que el camino hacia su siguiente obligación.
Pero el camino estaba bloqueado.
De entre las sombras de los setos decorativos salió una figura pequeña. Era una niña. Una niña que no tendría más de ocho años, aunque parecía más pequeña de lo mucho que temblaba. Era un contraste trágico frente a tanta opulencia. Llevaba el pelo enmarañado, rubio y sucio, pegado por la nieve derretida. La cara la tenía pálida, casi transparente, con ojeras oscuras bajo unos ojos demasiado viejos para su edad. Llevaba una chaqueta vaquera enorme y fina, que no servía de nada contra el invierno de la sierra madrileña, y en los pies unas zapatillas sujetas con cinta adhesiva plateada.
Arturo se detuvo. No sintió lástima. Sintió molestia. Sintió que su horario estaba siendo amenazado.
Marcos y los demás guardaespaldas dieron un paso al frente de inmediato, dispuestos a apartar a la intrusa.
—¡Atrás! ¡Fuera de aquí! —ladró Marcos.
La niña no se asustó por los guardias. Sus ojos, de un azul intenso, se clavaron en Arturo. Se colocó fuera del alcance del brazo de un guarda, empujada por una desesperación más fuerte que el miedo.
—Señor —dijo. Su voz era fina, rota por el frío y la sed. Levantó una mano temblorosa. En su palma sucia había una moneda de céntimo, oscura y corroída—. Yo… yo no soy mala persona. ¿Podría darme una comida? Tengo esto para pagar.
Arturo miró hacia abajo. Miró la moneda. Miró la cinta en sus zapatillas. Sintió hervir la misma rabia fría de siempre —la misma que sentía cuando alguien pedía limosna, la misma que sintió cuando su hijo le dijo que quería pintar paisajes en lugar de manejar inversiones—.
—¿Crees que el mundo te debe algo solo porque tienes frío? —gruñó Arturo, su voz por encima del viento. Los guardias se quedaron quietos. Dejarían que él se encargara—. Esto es una propiedad privada. Estás entrando sin permiso.
—Por favor —susurró la niña, castañeteándole los dientes—. Solo… solo un poco de pan. Mi papá dijo…
—No me importa lo que haya dicho tu padre —la cortó Arturo, con el rostro torcido de asco—. Si tuviera un mínimo de dignidad, estaría trabajando, no mandando a su hija a mendigar. Dile que busque un empleo. Yo no doy de comer a animales callejeros.
Vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, rápidas y calientes. No le importó. Levantó la mano y apartó la de la niña de un manotazo, como si espantara a una mosca.
El gesto fue violento en su desprecio. La niña resbaló sobre el hielo y cayó de espaldas al suelo helado. La moneda saltó de su mano y desapareció en un montón de nieve.
—Sacadla de aquí —ordenó Arturo, pasando por encima de sus piernas camino al coche—. Y llamad a la policía si vuelve.
—Sí, señor —respondió Marcos, agarrando a la niña por el cuello de la chaqueta para levantarla.
Arturo no miró atrás. Se deslizó dentro del interior cálido y perfumado a cuero de la limusina. La puerta se cerró de golpe, dejando fuera el viento y el llanto de la niña.
—Conduce —ordenó.
El coche se puso en marcha con suavidad, las ruedas crujiendo sobre la nieve. Arturo se arregló los puños de la camisa, sintiendo una oleada de autosuficiencia. Le había dado una lección a la niña. El mundo era duro; más valía que lo aprendiera pronto.
Alargó la mano hacia la botella de agua en la consola, se sirvió un vaso para aclararse la garganta. Al levantarlo, algo atrapó la luz de las farolas que pasaban.
Su gemelo izquierdo.
Algo estaba enganchado en el cierre de platino.
Arturo frunció el ceño y acercó la muñeca a la cara. Era un hilo. Un trozo de lana barata, rojo y azul, desgastado, arrancado claramente de una pulsera durante el encontronazo con la niña.
Puso los ojos en blanco, intentando liberarse de aquella basura.
—Suciedad —murmuró.
Tiró del hilo para arrancarlo. Estaba a punto de bajar la ventanilla y lanzarlo a la noche cuando su pulgar rozó algo duro unido a la cuerda.
Era un colgante. Una pequeña figura de plata, oscurecida por el tiempo.
Arturo se quedó helado. Su corazón, que no se había alterado en cuarenta años, empezó a golpearle el pecho como un pájaro atrapado. Acercó el colgante, y sus manos empezaron a temblar.
Era un oso. Un osito de plata, toscamente trabajado, de pie sobre las patas traseras.
Se le escapó el aire. No podía respirar.
Treinta años atrás, cuando Daniel era un niño, Arturo había hecho un curso de orfebrería —el único hobby que se permitió en su vida—. Había hecho una sola pieza. Solo una. Un oso de plata para su hijo. En la patita había grabado las iniciales D.S. Era su símbolo secreto, una promesa de protección antes de que su corazón se convirtiera en piedra.
Con los dedos temblorosos, Arturo giró el diminuto oso.
Allí estaban, gastadas por los años pero todavía visibles: las letras D.S.
Un sonido gutural salió de la garganta de Arturo. No era una palabra; era un grito de terror puro.
Aquella niña. Esos ojos. Los ojos azules. Eran los ojos de Daniel.
—¡Detente! —aulló Arturo—. ¡Para el coche!
El conductor, sobresaltado por el pánico en la voz de su jefe, pisó el freno. La limusina derrapó un poco antes de detenerse en medio de la carretera.
—¡Da la vuelta! —rugió Arturo, buscando el tirador de la puerta antes incluso de que el coche se parara del todo—. ¡REGRESA! ¡AHORA!
El conductor hizo un giro brusco. Arturo apretó la pulsera de lana contra su pecho, mirando hacia la oscuridad blanca de la tormenta. La cara de la niña —el “animal callejero” al que acababa de echar— se le repetía en la mente.
No doy de comer a animales callejeros.
Las palabras resonaban como una maldición. Acababa de echar a su propia sangre. Había dejado a su nieta en la nieve para morir.
Capítulo 2: El fantasma en la máquina
La limusina entró de nuevo en el camino de la finca a toda velocidad, el motor gimiendo. Antes de que las ruedas se detuvieran, Arturo abrió la puerta y salió tambaleándose a la tormenta. El viento soplaba más fuerte, una cortina blanca que borraba el mundo.
—¡Encontradla! —gritó Arturo a los guardias, que seguían cerca de la entrada, confundidos—. ¡La niña! ¿Dónde está?
Marcos se adelantó, aterrado.
—Señor… usted nos dijo que… La escoltamos fuera. Echó a correr por la carretera principal, hacia el bosque.
—¡Sacad los todoterrenos! —bramó Arturo, la voz quebrada—. ¡A todo el mundo! ¡La cocina, el jardín, los choferes! ¡Linternas! ¡Llamad a la policía! ¡Llamad al comisario y decidle que Arturo Serrano le reclama todos los favores que le debe!
—Señor, es una nevada brutal —balbuceó Marcos—. Solo es una mendiga…
Arturo lo agarró por las solapas del abrigo y lo acercó. Sus ojos estaban desorbitados.
—Esa “mendiga” es mi nieta. Si muere esta noche, os entierro a todos con ella. ¡MUÉVETE!
La finca estalló en caos. Los focos bañaron el jardín de una luz blanca cegadora. Los motores rugieron. Arturo se negó a entrar en la casa. Corrió hacia la carretera principal, resbalando con sus zapatos italianos sobre el hielo, gritando al viento:
—¡Daniel! ¡Niña! ¿Me oís?
El viento fue la única respuesta.
Pasaron dos horas. El radio de búsqueda se amplió. Llegó la policía local, seguida de un equipo de investigación privado que Arturo mantenía en nómina para otros asuntos. Montaron un centro de mando en el despacho de Arturo.
Él se quedó de pie junto a la ventana, mirando la oscuridad. Tenía el oso de plata tan apretado en la mano que le estaba cortando la piel.
—Señor Serrano —entró el jefe del equipo, un hombre seco llamado Herrera. Traía una tableta en la mano—. Estamos rastreando datos en base a la descripción de la niña y al objeto que encontró. Hemos revisado la actividad reciente de su hijo, Daniel Serrano.
Arturo se giró lentamente.
—¿Dónde está? Si la niña ha llegado hasta aquí, él debe de estar cerca. ¿Está… en la cárcel? ¿Está enfermo?
Herrera bajó la mirada un momento y luego la alzó, con una expresión que le heló la sangre a Arturo.
—Señor… Daniel Serrano falleció hace dos semanas.
Arturo sintió que las rodillas le fallaban. Se sostuvo en el borde del escritorio para no caer.
—No. Eso es mentira. Es joven. Es…
—Vivía en un albergue en una ciudad del interior —continuó Herrera, con voz neutra pero pesada—. Trabajaba en lo que salía, sobre todo en la construcción. Era diabético, señor. En el albergue consta que llevaba tres meses sin comprar insulina.
Arturo cerró los ojos. Sabía cuánto costaba la insulina. Para él, eran céntimos. Para un hombre sin casa, era elegir entre comer o medicarse.
—¿Por qué? —susurró.
Herrera deslizó el dedo por la pantalla y proyectó un documento en la pared.
—Según la directora del albergue, Daniel estaba ahorrando cada euro que ganaba. Quería comprar un billete de autobús para su hija, Lucía. Decía que tenía que llevarla con su abuelo antes de Navidad. Que su padre era un hombre duro, pero que jamás dejaría que una niña pasara hambre.
Un sollozo desgarrador se escapó del pecho de Arturo. Era un sonido feo, desesperado.
Daniel había muerto ahorrando para enviarle a su hija. Había sacrificado su vida, confiando en una sola cosa que Arturo acababa de demostrar que no tenía: humanidad.
—Dejó de ponerse la medicación para que ella comiera —añadió Herrera, con la voz apretada—. Murió mientras dormía. El Estado se hizo cargo de la niña, pero se escapó del centro de acogida hace tres días. Ha estado caminando, pidiendo que la llevaran… intentando llegar hasta aquí.
Arturo miró de nuevo la ventana. La nieve se acumulaba contra el cristal. Lucía estaba ahí fuera. Una niña de ocho años que acababa de ver morir a su padre, que había cruzado medio país confiando en la promesa de que su abuelo la ayudaría, solo para que la llamara “animal callejero” y la arrojara a la tormenta.
—Lo maté yo —murmuró Arturo—. Y ahora la he matado a ella.
—Tenemos una señal térmica —gritó un agente, llevándose la mano al auricular—. El dron acaba de detectar una fuente de calor. Débil, pero está.
—¿Dónde? —rugió Arturo, girándose.
—A unos cinco kilómetros, detrás de la panadería vieja del pueblo. En un callejón. No se mueve.
Arturo no esperó más. Echó a correr.
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