Capítulo 3: El peso de un céntimo
La caravana de todoterrenos atravesó las calles del pueblo sin respetar semáforos ni señales. Arturo iba en el asiento delantero del primer vehículo, con los ojos ardiendo. Rezaba. Prometió a Dios que regalaría cada euro, cada edificio, cada acción… si ella seguía respirando.
Frenaron en seco frente a la vieja panadería. El callejón estaba oscuro, con montones de nieve y contenedores desbordados.
—¡Linternas! —gritó Arturo, saltando del coche.
Los haces de luz cortaron la cortina de nieve. Buscaron en las paredes de ladrillo, en las bolsas de basura, entre las ratas que huían.
—¡Allí! —señaló Marcos.
Arturo siguió el rayo de luz. Detrás de un contenedor verde, hecha un ovillo tan pequeño que parecía un montón de trapos, estaba Lucía.
Estaba medio enterrada en la nieve.
Arturo patinó sobre el hielo y cayó de rodillas junto a ella. Se arrancó los guantes. Le tocó la cara. Estaba helada. La piel, gris. Los labios, morados.
—¡Lucía! —gritó—. ¡Lucía, despierta! ¡El abuelo está aquí! ¡El abuelo está aquí!
Ella no se movió.
La levantó en brazos. Era terriblemente ligera, solo huesos y ropa mojada. Al alzarla, algo cayó de su otra mano.
Era una fotografía, plastificada con celo barato. A la luz de la linterna, Arturo la reconoció. Era una foto de él, treinta años más joven, con Daniel sentado sobre sus hombros. Los dos reían.
Lucía había llevado esa foto con ella. Era su mapa. Su esperanza.
—¡Médico! —rugió Arturo, apretando el cuerpo helado de la niña contra su pecho, intentando darle calor—. ¡Las mantas térmicas! ¡YA!
Los sanitarios los rodearon. Intentaron apartar a la niña para colocarla en la camilla, pero Arturo no la soltó hasta que estuvieron dentro de la ambulancia.
—Hipotermia grave —gritó uno de los paramédicos por la radio—. Pulso muy lento. Subid la calefacción al máximo. Preparad suero caliente.
Arturo fue sentado en la parte de atrás, sujetándole la mano pequeña y amoratada. El camino al hospital fue un borrón de sirenas y luces. Arturo miraba solo su pecho, buscando el mínimo subir y bajar que significara que todavía estaba allí.
En el hospital la llevaron directa a la UCI pediátrica. Esta vez, los médicos obligaron a Arturo a quedarse fuera. Las puertas se cerraron, dejándolo solo en un pasillo blanco y silencioso.
Se quedó de pie, tiritando, cubierto de nieve, con el aspecto de un loco. El hombre más rico de la zona, completamente impotente.
Una enfermera se le acercó con cuidado.
—Señor Serrano, necesitamos terminar el ingreso de la niña. Hemos encontrado esto en su bolsillo.
Le tendió un papel de cuaderno arrugado y húmedo.
Arturo lo tomó. Le temblaban tanto las manos que casi no pudo abrirlo. El trazo era desordenado, escrito por una mano que probablemente temblaba por la hipoglucemia. Era la letra de Daniel.
Lucía,
si estás leyendo esto es que yo no llegué. Lo siento, pequeña. Lo siento mucho por no haber podido llevarte yo mismo.
Tienes que ir a la casa grande de la colina. Busca a Arturo Serrano. Es tu abuelo. Sé que da miedo. Grita mucho. Parece que odia el mundo.
Pero, en el fondo, está solo. Me hizo daño hace mucho, pero yo lo perdoné. Tienes que decírselo. Dale el oso de plata. Dile que nunca dejé de quererle.
No le tengas miedo, Lucía. Es familia. Y la familia te recoge cuando caes.
Te quiere, papá.
Arturo se dejó caer hasta el suelo, apoyando la espalda en la pared. Se llevó la carta a la cara, aspirando el olor de papel viejo y tragedia.
Lloró. Lloró por los años que había desperdiciado en orgullo. Lloró por el hijo al que había condenado al hambre. Lloró por la niña que había cruzado el país confiando en la mentira de que su abuelo era un buen hombre.
—Lo siento —sollozó, la voz resonando en el pasillo vacío—. Lo siento, Daniel.
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