Capítulo 4: El deshielo
Durante tres días, Arturo no se movió de la silla junto a la cama de Lucía. No durmió. No comió. Solo miró los monitores, escuchando el pitido constante de las máquinas que la mantenían con vida.
Por teléfono, el día anterior, había despedido a todo su consejo de administración. Ordenó la venta de sus activos. Sus abogados pensaron que se había vuelto loco. Él les dijo que, por primera vez, estaba recuperando la cordura.
La mañana del cuarto día, el sol se abrió paso entre las nubes y entró por la ventana de la habitación, dejando una franja de luz dorada sobre las sábanas blancas.
Los dedos de Lucía se movieron.
Arturo se levantó de un salto, inclinándose sobre la barandilla.
—¿Lucía?
Sus párpados temblaron. Poco a poco, dolorosamente, se abrieron. Sus ojos azules, nublados y confundidos, trataron de enfocar. Miró las máquinas, las paredes, y por fin al anciano encorvado sobre ella.
El miedo brilló en sus ojos. Intentó apartarse, recordando al hombre enfadado bajo la nieve.
—No, no —susurró Arturo, con una voz suave, rota por el cansancio—. No tengas miedo, por favor. Yo… ya no soy aquel hombre.
Lucía parpadeó. Miró su rostro. La dureza se había ido. Tenía los ojos rojos e hinchados. Parecía un hombre roto en mil pedazos.
—Mi oso… —susurró ella, apenas un hilo de voz—. ¿Dónde está mi oso?
Arturo metió la mano en el bolsillo y sacó el colgante de plata. Se lo puso en la palma y cerró sus dedos pequeños alrededor de él.
—Aquí está —dijo, llorando—. Y también tengo tu moneda. Volví y la busqué en la nieve.
Dejó el céntimo sucio y corroído sobre la mesilla, como si fuera un diamante.
—Tu papá… —empezó Arturo, tragando saliva—. Me dejó una carta. Me dijo… me dijo que venías para salvarme.
Lucía miró el oso, y luego a Arturo.
—Dijo que estabas solo.
—Tenía razón —asintió Arturo—. He sido el hombre más solo del mundo. Pero te prometo, Lucía, que nunca más estarás sola. Nunca más tendrás frío. Nunca más pasarás hambre.
Lucía lo miró largo rato. Los niños tienen una forma especial de ver la verdad. A pesar de todo, vio el arrepentimiento. Vio el amor intentando atravesar el hielo de tantos años.
Lentamente, extendió la mano —la misma que él había golpeado días atrás— y la puso sobre la mejilla de Arturo.
—Está bien, abuelo —susurró.
Arturo cerró los ojos y apoyó la cara en su mano cálida y pequeña. Era la primera vez en diez años que sentía calor de verdad.
Epílogo: El jardín
Seis meses después.
La nieve había desaparecido de la sierra, sustituida por un verde intenso. Las verjas de hierro de la antigua finca Serrano estaban abiertas de par en par. Los carteles de “Propiedad privada” ya no existían. Sobre un arco de madera se leía:
Hogar Daniel Serrano para Familias
La mansión ya no estaba en silencio. Se llenaba con el ruido de pasos, risas y platos. Era un refugio para familias sin recursos, un lugar donde ningún niño tendría que mendigar comida jamás.
En el jardín, rodeado de rosales en flor, un anciano estaba sentado en un banco. Llevaba un cárdigan de lana sencilla y pantalones cómodos. Leía un cuento en voz alta.
A su lado, con las piernas colgando y las mejillas sonrosadas de salud, estaba Lucía. En la muñeca llevaba una pulsera: el oso de plata, ahora limpio y brillante, colgando de una cadena nueva y resistente.
—Y vivieron felices para siempre —leyó Arturo, cerrando el libro.
—Es un buen cuento —dijo Lucía, apoyando la cabeza en su hombro—. Pero me gusta más el nuestro.
Arturo sonrió y la abrazó. Levantó la vista al cielo azul, tan limpio que le recordó a los cuadros que pintaba Daniel.
—A mí también, pequeña —respondió—. A mí también.
Ya no era el hombre más rico del mundo. Pero sentado allí, al sol, con su nieta a su lado, Arturo Serrano por fin supo lo que era ser verdaderamente rico.






