A las ocho en punto salieron al jardín. Gabriela también bajó, curiosa, y observó desde la ventana de la cocina. Alejandro se dio cuenta de que ella quería ver si él hablaba en serio.
—Muy bien, Mateo —dijo Lupita, extendiendo una colchoneta sobre el césped—. Empezamos con los estiramientos.
—¡Vale! Papá, siéntate aquí para que veas —pidió el niño.
Alejandro se sentó en el césped, algo que no hacía desde hacía años. Mateo se tumbó sobre la colchoneta y comenzó a hacer movimientos lentos y precisos.
—Muy bien, Mateo. Ahora vamos a trabajar el equilibrio —indicó Lupita.
Lo ayudó a ponerse de pie y puso las muletas a un lado.
—¿Te acuerdas de lo que practicamos? Vas a intentar estar de pie sin muletas treinta segundos. Si lo logras, mañana intentamos cuarenta y cinco.
—¿Puedo intentar un minuto entero? —preguntó Mateo.
—Vamos paso a paso. Treinta segundos ya es mucho —dijo Lupita con paciencia.
Mateo soltó las muletas y se quedó de pie, solo. Alejandro contuvo la respiración. El niño temblaba un poco, pero no se rendía.
—Quince segundos —contó Lupita—. Muy bien.
—Papá, ¿me ves? —preguntó Mateo sin apartar la vista de un punto fijo.
—Te veo, hijo. Eres increíble —respondió Alejandro, con la voz cargada de emoción.
—Veinticinco… veintiséis… veintisiete… —siguió Lupita—. ¡Treinta!
Mateo gritó de alegría y justo entonces perdió el equilibrio. Lupita lo sujetó a tiempo, evitando la caída.
—¡Lo logré! ¡Treinta segundos! —gritó Mateo, radiante.
Alejandro se levantó y abrazó a su hijo.
—Mateo, ha sido fantástico. Estoy muy orgulloso de ti.
—¿Ves por qué me encanta hacer ejercicios con la tía Lupita? —dijo el niño—. ¡Es lo mejor del mundo!
—Ahora lo entiendo perfectamente —admitió Alejandro.
Siguieron con la rutina unos treinta minutos más. Caminatas con muletas, ejercicios de fuerza, nuevos intentos de equilibrio. La paciencia de Lupita parecía no tener fin. Mateo terminó cansado, sudando, pero feliz.
—Tía Lupita, ¿mañana puedo intentar cuarenta y cinco segundos sin muletas? —preguntó.
—Claro que sí, guerrero. Pero ahora, a bañarse y a prepararse para las clases —contestó ella.
—Papá, ¿vas a estar aquí mañana también? —preguntó Mateo, esperanzado.
Alejandro miró a su hijo y luego a Lupita.
—Sí. Voy a estar aquí. De hecho, estaba pensando… ¿qué te parecería si me quedo todas las mañanas para ver tus ejercicios?
Mateo lo abrazó tan fuerte que casi lo tira.
—¿De verdad? ¿Todos los días?
—Todos los días —confirmó Alejandro.
Si te está gustando esta historia, imagina cuántas vidas pueden cambiar con pequeñas decisiones de amor y tiempo. Sigamos.
Esa tarde, cuando Mateo terminó sus clases en línea, Alejandro llamó a Lupita a su despacho.
—Lupita, quiero hacerle una propuesta —dijo, serio pero amable.
—¿Qué tipo de propuesta, señor? —preguntó ella, algo tensa.
—Quiero que se convierta en la acompañante terapéutica oficial de Mateo.
Los ojos de Lupita se abrieron de par en par.
—Pero, señor… yo no tengo título.
—Tiene conocimientos de rehabilitación. Tiene una conexión especial con mi hijo. Él confía plenamente en usted. Quiero formalizar eso.
—Pero… —balbuceó ella—.
—Lo resolveremos —la interrumpió él—. ¿Le gustaría estudiar fisioterapia?
Lupita se quedó en silencio, como si la pregunta fuera demasiado grande.
—Señor Alejandro, eso sería un sueño, pero yo no puedo…
—Si yo pago el curso, ¿lo haría? —preguntó él.
—¿Usted pagaría mis estudios?
—Pagaría el curso, los libros, el transporte. Y seguiría cobrando su sueldo. De hecho, se lo aumentaría, porque su responsabilidad sería mayor.
Los ojos de Lupita se llenaron de lágrimas.
—Señor Alejandro, no sé qué decir.
—Diga que sí —respondió él—. Mateo la necesita. Y usted merece la oportunidad de estudiar lo que le gusta.
—¿Y los quehaceres de la casa, las demás cosas? —preguntó ella, preocupada.
—Contrataremos a otra persona para eso. Su foco será únicamente Mateo y, más adelante, su formación.
Lupita se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Por qué hace todo esto por mí? —preguntó al fin.
—Porque anoche me di cuenta de que casi pierdo la oportunidad de conocer de verdad a mi hijo —dijo Alejandro—. Y esta mañana vi que usted le está dando algo que yo no supe darle: esperanza y confianza. Quiero que siga haciéndolo, pero de forma oficial y reconocida.
—¿Y si no apruebo el curso? —susurró ella.
—Lo hará —respondió él, convencido—. Y si se tropieza, la ayudaremos a levantarse. Igual que usted hace con Mateo.
Lupita respiró hondo.
—Entonces acepto, señor. Estudiaré todo lo que haga falta y haré lo mejor que pueda por Mateo.
—Eso ya lo está haciendo —dijo Alejandro con una sonrisa.
En las semanas siguientes, la rutina de la casa cambió por completo. Alejandro empezó a salir más tarde hacia la oficina. Asistía casi todos los días a las sesiones de ejercicios en el jardín. Canceló varias reuniones, reorganizó su agenda, aprendió a decir “no” a ciertos compromisos.
Mateo estaba radiante con la presencia de su padre. Sus progresos se aceleraron. En una semana, logró quedarse de pie un minuto sin muletas. En dos semanas, dio cinco pasos seguidos sin apoyo.
Gabriela observaba estos cambios con una mezcla de alegría y miedo. Estaba feliz de ver a su marido más presente, pero temía que fuera algo pasajero.
Una mañana, durante los ejercicios, ocurrió algo especial. Mateo soltó sus muletas y caminó ocho pasos seguidos hasta los brazos de su padre.
—¡Papá, caminé! ¡Lo hice solo! —gritó, lanzándose hacia él.
Alejandro tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Lo hiciste, campeón. Eres increíble.
Lupita también lloraba, con una sonrisa orgullosa.
—Mi guerrero se está convirtiendo en corredor —bromeó, abrazándolo.
Gabriela salió corriendo de la casa cuando oyó los gritos. Llegó justo a tiempo para ver a Mateo dar unos pasos más sin ayuda.
—¡Dios mío, Mateo! —exclamó, abrazando a su hijo.
Esa noche, cuando Mateo se durmió, Alejandro y Gabriela se sentaron en la sala.
—Alejandro, tengo que confesarte algo —dijo ella, mirando al suelo.
—¿Qué cosa?
—Estuve pensando en separarme de ti —soltó, con voz temblorosa.
Alejandro sintió que todo se le venía encima.
—¿Qué?
—Me sentía sola, Alejandro. Criaba a Mateo prácticamente sola mientras tú vivías para el trabajo. Ya no podía más. Y ahora veo a un hombre distinto. Veo al padre que siempre quise para mi hijo, al esposo con el que me casé. Pero necesito saber si esto va a durar.
Alejandro tomó su mano.
—Casi pierdo a las dos personas más importantes de mi vida por culpa del trabajo —dijo, sincero—. Eso no va a volver a pasar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque descubrí que nada vale más que ver a mi hijo caminar hacia mí, sonriendo. Ningún contrato, ningún negocio, ningún dinero se compara con eso.
Gabriela respiró hondo.
—Quiero creerlo, Alejandro. De verdad.






