“No puedo pagar uno lo bastante bueno como para plantar cara al ayuntamiento.”
Debería haberme ofrecido en ese mismo momento.
Debería haber conducido hasta allí esa noche. Pero colgué diciendo que lo miraría, muerto de miedo de que mis colegas supieran de dónde venía realmente.
Tuvo que ser Jenny, mi asistente, quien me encontró llorando en mi mesa para despertarme.
Acababa de recibir una foto de Serpiente: el taller con un cartel de “CLAUSURADO” en la puerta y Miguel sentado en los escalones, con la cabeza entre las manos.
“Ese es el hombre que me crió”, le confesé, enseñándole la foto. “Y yo soy demasiado cobarde para ayudarle porque tengo miedo de que todos descubran que solo soy un chico de barrio pobre al que la vida le dio una oportunidad.”
Jenny me miró con asco. “Entonces no eres el hombre que yo creía.” Y se fue, dejándome solo con la verdad de en qué me estaba convirtiendo.
Esa misma noche conduje hasta el taller. Cinco horas, aún con el traje puesto, entrando en el local del club donde treinta moteros hablaban de juntar dinero para pagar a un abogado.
“Yo llevaré el caso”, dije desde la puerta.
Miguel levantó la vista, con los ojos rojos. “No puedo pagarte lo que vales, hijo.”
“Ya lo hiciste. Hace veintitrés años. Cuando no llamaste a la policía por un chaval que dormía en tu contenedor.”
La sala se quedó en silencio. Entonces Oso dijo: “Madre mía. ¿Ese de traje eres tú, Flaco?”
Y así, de golpe, estaba otra vez en casa.
El caso fue duro. El ayuntamiento tenía dinero, contactos, influencias.
Pintaban el taller como un nido de delincuentes, un peligro para el barrio. Llamaban a vecinos para declarar sobre el ruido, sobre lo “inseguros” que se sentían, gente que nunca había cruzado dos palabras con Miguel ni con su clientela.
Pero yo tenía algo mejor. Tenía la verdad.
Llevé al juicio a todos los chicos a los que Miguel había ayudado en cuarenta años. Médicos, profesores, mecánicos, trabajadores sociales.
Todos habían sido un día niños desesperados que encontraron seguridad en el taller de Miguel.
Presenté veintitrés años de donaciones a causas benéficas, recogidas de juguetes, rutas solidarias para personas mayores.
Enseñé vídeos de Miguel arreglando gratuitamente sillas de ruedas y scooters de vecinos ancianos, enseñando a chavales del barrio a hacer el mantenimiento básico de una moto, dejando el local por las noches para reuniones de apoyo a personas con problemas de alcohol.
El punto de giro llegó cuando puse a Miguel en el estrado.
“Señor Miguel García”, empezó la abogada del ayuntamiento, con tono frío, “¿reconoce que ha dado refugio en su taller a menores fugados de sus hogares?”
“Reconozco que he dado de comer y un sitio seguro para dormir a chavales con hambre”, respondió él, tranquilo.
“¿Sin avisar a las autoridades? Eso es retenerlos ilegalmente.”
“Eso es humanidad”, corrigió Miguel. “Algo que se entiende mejor cuando uno ha tenido catorce años, miedo y ningún sitio al que ir.”
“¿Y dónde están ahora esos menores a los que usted ‘ayudó’?”
Me levanté. “Protesto. ¿Relevancia?”
La jueza me miró. “Lo permitiré. Conteste a la pregunta, señor García.”
Miguel me miró directamente, con orgullo en los ojos.
“Uno de ellos está ahí de pie, señora. Mi hijo, no por sangre, sino por decisión. Hoy me defiende porque hace veintitrés años no lo tiré a la basura cuando el mundo ya lo había hecho.”
La sala se quedó sin aire. La abogada se volvió hacia mí.
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