El motorista tomó el billete arrugado de veinte de la mano huesuda del niño de diez años y hizo fuerza para no llorar.
—Necesito contrataros —jadeó el niño a través de la mascarilla de oxígeno, allí mismo en la gasolinera—. A todos.
Señaló con el brazo conectado a la vía a nuestro grupo de doce motoristas.
—Para mi funeral. Es la semana que viene.
Yo ya había visto niños enfermos antes. Pero aquel niño, que no llegaba ni a los veintisiete kilos, calvo por la quimio, había conseguido llegar hasta allí en un coche que lo había traído desde el hospital, casi sin fuerzas para bajar.
Tenía permiso para un paseo corto con un voluntario, contó después, pero se había empeñado en parar aquí. Tenía, como mucho, una hora antes de que en el hospital se dieran cuenta de que no estaba en su cama.
—Van a venir —dijo, con los ojos enormes en la cara hundida—. Los chicos del colegio. Vendrán a mi funeral y fingirán que eran mis amigos. Se harán fotos con mi ataúd. Publicarán mensajes diciendo lo tristes que están.
Su pequeño puño se cerró.
—Me llamaban “el Niño del Cáncer”. Hacían ruidos de perro cuando perdí el pelo. Decían que parecía una rata desnuda.
Respiró hondo, temblando.
—Y ahora van a usar mi muerte para conseguir “me gusta” en las redes.
Volvió a alargar el billete de veinte.
—Por favor. Solo acelerad vuestras motos cuando intenten hablar. Haced que salgan corriendo. Que sientan lo que es tener miedo de verdad.
Me llamo Jacobo “Jax” Martín. Sesenta y seis años. Llevo cuarenta sobre una moto. Pensaba que ya lo había visto todo.
No había visto nada hasta que un niño de diez años llamado Tomás Chen llegó a nuestra gasolinera.
Íbamos de regreso de una rodada en memoria de un hermano. Éramos doce. Todos veteranos, todos de más de sesenta, todos con nietos o en edad de tenerlos. Acabábamos de enterrar a otro compañero. Cáncer de pulmón. Últimamente parecía que solo rodábamos hacia cementerios.
El coche que traía al niño se detuvo torcido. El motor seguía encendido. Se abrió la puerta, y aquel chiquillo prácticamente se cayó al asfalto. Arrastraba un soporte de suero. La bata del hospital flotaba sobre un pijama de dinosaurios.
—Madre m… —empezó Miguel, al que todos llamábamos “el Grande”.
—Ayúdenlo —grité yo, acercándome.
Pero el niño levantó la mano.
—No he venido a pedir ayuda. He venido por negocios.
De cerca se veía peor. Mejillas hundidas, ojeras oscuras, ese tono gris en la piel que significa que el final está cerca. Pero sus ojos ardían. Había en ellos algo que yo reconocí de mis años de servicio: una misión.
—Hijo, tenemos que llevarte de vuelta al hospital.
—Después de que hagamos un trato —sacó el billete de veinte—. Gané esto haciendo tareas en línea para chicos mayores. Es todo lo que tengo. Pero necesito que hagáis algo por mí.
—Pequeño… ¿cómo te llamas?
—Tomás. Tom. Y me estoy muriendo. Neuroblastoma. El médico dijo que quizá diez días. O menos.
Uno de los hermanos, Tomás el Viejo, ya estaba marcando emergencias.
—No lo haga —dijo el niño—. Por favor. Volveré. Pero primero escuchen. Por favor.
Algo en su voz nos obligó a callar.
—Hay unos chicos en el cole —continuó—. Marina. Kevin. Bruno. Sí, de verdad le llaman “Ladrillo”.
Intentó reírse, pero empezó a toser. Pequeños puntos de sangre salpicaron su mano.
—Me han hecho la vida imposible dos años. Desde que me dijeron que tenía cáncer.
—Los niños pueden ser crueles —murmuró Miguel el Grande.
—No. Pueden ser malos de verdad. Grabaron vídeos míos cuando tenía convulsiones. Los subieron a una aplicación de vídeos cortos con música graciosa. Me llamaban “Tom el Tumor”. Hicieron apuestas sobre cuándo me iba a morir.
Tragó saliva.
—Marina ganó cincuenta porque llegué vivo a Navidad.
Sentí cómo se me tensaban las manos dentro de los guantes. He visto crueldades en la guerra. Pero aquello…
—La semana pasada, cuando todavía iba alguna hora al cole, me rodearon —siguió Tom—. Me dijeron que iban a venir a mi funeral. Para las redes. Marina dijo que se pondría el mismo vestido que llevó al cumpleaños de su perro, porque eso era todo lo que yo valía.
—¿Dónde están tus padres? —pregunté.
—Mamá está en el hospital. Ahora mismo debe de estar enloqueciendo. Es enfermera infantil. Mi padre se fue cuando me puse enfermo. Dijo que no podía con esto. Pero eso no importa. Lo importante es mi funeral.
—Tom…
—Sé exactamente cuándo me voy a morir —dijo con una voz fría, casi tranquila—. El domingo. Este domingo.
Callamos.
—Voy a dejar de intentar aguantar el sábado. Ya han dicho que solo pueden darme calma, no curarme. Me conocen. Sé cómo están hablando de mí cuando piensan que duermo. “Cuidados paliativos”. Eso significa irme.
Se encogió de hombros.
—Mi funeral ya está planeado. El miércoles. Mamá ya compró el nicho. Ya eligió el ataúd. La oí por teléfono.
Los doce nos quedamos clavados. Aquel niño de diez años nos describía cómo veía sus últimos días como si hablara de deberes de clase.
—Tom, no —dije—. Siempre hay esperanza.
—No hay esperanza. El cáncer está en el cerebro, en los huesos, en los pulmones. Yo también he escuchado a los médicos. Creen que duermo, pero oigo todo. “Solo medidas de confort”.
Volvió a estirar el billete.
—Quiero contratarlos. A todos. Vengan a mi funeral. Cuando Marina y Kevin y Bruno aparezcan, quiero que les den miedo. Aceleren sus motos. Pónganse serios. Que salgan corriendo. Que sientan lo que es ser pequeño, estar asustado, no poder defenderse.
—Tom, la venganza no es…
—No es venganza. Es justicia. Van a usar mi muerte para llamar la atención. Se pondrán delante de mi ataúd a llorar lágrimas falsas. Dirán a todos que eran mis amigos. Que me van a echar de menos. Publicarán fotos. Tendrán compasión y atención gracias a mi muerte, igual que tuvieron risas gracias a mi sufrimiento.
Las lágrimas le empezaron a resbalar por la cara. Aquel niño fuerte que había llegado hasta nosotros se rompió por fin.
—Ellos ganaron, ¿vale? —sollozó—. Me rompieron. Hicieron del cole un infierno. Hicieron que el tratamiento fuera peor, porque sabía que luego tenía que volver a verles. Ganaron. Pero no los quiero en mi funeral. No los quiero cerca de mi madre. No quiero que se hagan selfies con mi cuerpo muerto.
Miguel el Grande se arrodilló. Todo su peso tatuado, más de ciento treinta kilos, bajando hasta ponerse a la altura de los ojos de ese niño moribundo.
—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó.
—Jennifer. Jennifer Chen.
—Y esos chicos. Sus nombres completos.
—Marina Fuentes. Kevin Bravo. Bruno “Ladrillo” Torres.
Miguel me miró. Miró a todos. Sabíamos lo que estaba pensando.
—Quédate con tu billete, Tom —dije—. No aceptamos dinero de niños.
—Pero…
—Pero estaremos allí.
—¿De verdad?
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






