El niño de la calle que irrumpió en el funeral y reveló la verdad oculta sobre Lucía

El niño de la calle que irrumpió en el funeral y reveló la verdad oculta sobre Lucía

La gran capilla del barrio más exclusivo de Ciudad de México estaba sumida en un silencio pesado, roto solo por algún sollozo ahogado. Alrededor de un ataúd de madera brillante se extendían lirios blancos. En la placa de bronce se leía: “En memoria de Lucía Salazar”.

Alejandro Salazar, uno de los empresarios inmobiliarios más poderosos del país, estaba sentado en la primera fila. Su traje era impecable, su postura rígida, pero sus ojos parecían vacíos. Dos semanas antes, su única hija, Lucía, había sido declarada muerta en un accidente de coche en una carretera solitaria, camino al norte. La policía le había dicho que el cuerpo estaba carbonizado, irreconocible, y que sólo la habían identificado por sus pertenencias. Él lo había aceptado. Ni siquiera insistió en ver los restos. El dolor le había adormecido el alma.

Cuando el sacerdote empezó la oración final, las pesadas puertas del fondo de la capilla crujieron de repente. Varias cabezas se giraron. Un chico descalzo, con una sudadera vieja y rota, entró casi tropezando. Respiraba con dificultad, como si hubiera corrido muchos kilómetros.

—¡Deténganlo! —gritó un acomodador, pero el chico se escapó de sus manos y corrió directamente hacia el ataúd.

—¡Su hija sigue viva! —gritó, y su voz retumbó contra las paredes de mármol.

El murmullo estalló en el lugar. Algunas personas se taparon la boca, otras se indignaron. Alejandro se quedó inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de oír. El chico —que no tendría más de catorce años— apoyó las manos temblorosas sobre el ataúd.

—No está muerta, señor Salazar. La vi hace tres días. Está viva… y necesita su ayuda.

Los guardias privados empezaron a avanzar, pero Alejandro levantó la mano.

—Esperen.

Su voz, grave y autoritaria, calló la capilla. Se levantó y caminó hasta quedar frente al chico, imponiéndose con su altura.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Diego —dijo el chico, sin aliento—. Vivo cerca del puerto… Lucía está viva, señor. La tienen unos hombres que no quieren que usted lo sepa.

La mandíbula de Alejandro se tensó.

—Eso es imposible.

Diego metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña pulsera plateada, con las iniciales L.S. grabadas. Los ojos de Alejandro se abrieron de par en par. Era la pulsera que le había regalado a su hija en su cumpleaños, cuando cumplió veinte años.

Un escalofrío helado le recorrió la espalda. ¿Y si era verdad? ¿Y si lo que estaba enterrando era un ataúd vacío?

La voz de Diego volvió a abrirse paso entre su incredulidad:

—Ella me la dio. Me dijo que lo buscara a usted antes de que la movieran a otro sitio. Si espera a la policía, será demasiado tarde.

La capilla entera era un murmullo de confusión. Los guardias de Alejandro esperaban sus órdenes, pero él sólo podía mirar la pulsera en la palma de su mano. Su corazón latía con fuerza. Algo que creía muerto dentro de él empezó a despertar: esperanza.

Levantó la vista hacia Diego, con la voz ligeramente temblorosa.

—Si estás mintiendo, muchacho, te vas a arrepentir —dijo en tono duro—. Pero si dices la verdad… —hizo una pausa, apretando los puños—. Moveré cielo y tierra para traerla de vuelta.

El sacerdote intentó calmar el caos, pero Alejandro ya se había girado hacia la salida. El funeral había terminado. Lo que empezó como una despedida se había convertido en un comienzo: la posibilidad, por mínima que fuera, de que Lucía Salazar siguiera viva.

Dentro de la limusina, Alejandro se sentó frente a Diego. La pulsera descansaba sobre el asiento, entre los dos. Las manos del chico temblaban; su ropa estaba sucia, sus ojos abiertos de par en par por el cansancio.

—Cuéntame todo —ordenó Alejandro.

Diego tomó aire y empezó a hablar. Tres días antes, había estado rebuscando cerca de las bodegas del puerto, buscando algo que vender o comer. De pronto, escuchó un grito ahogado que venía de la parte trasera de una furgoneta. Se acercó con cuidado y miró por una rejilla. Dentro vio a una joven atada y amordazada. Ella susurró su nombre: Lucía Salazar. Le rogó que buscara a su padre y, antes de que el vehículo arrancara, consiguió deslizar por la abertura la pulsera que ahora reposaba en el asiento.

La mente de Alejandro empezó a encajar piezas. La muerte de Lucía siempre le había parecido… demasiado perfecta, demasiado ordenada. No hubo velorio con el cuerpo presente, ni fotos del accidente, ni una investigación profunda. Sólo un informe oficial y las condolencias corteses de algunos socios.

Sacó el móvil y llamó a Ramiro Cruz, su jefe de seguridad privada, un ex agente de fuerzas federales conocido por su frialdad y precisión. Ramiro llegó en menos de una hora. Se sentó frente a Diego y lo interrogó con calma, pero sin suavidad.

El chico no se contradijo. Contó siempre lo mismo. Incluso sabía que Lucía tenía una pequeña cicatriz junto a la ceja y que, cuando se ponía nerviosa, daba vueltas a la pulsera con los dedos. Detalles que nadie podía inventar así como así.

—¿Escuchaste a dónde pensaban llevarla? —insistió Alejandro.

Diego dudó un segundo.

—Uno de ellos dijo algo de una nave, una bodega grande cerca del puerto, en la zona industrial. Y que pronto la cambiarían de sitio.

A Alejandro se le heló la sangre.

—Entonces tendremos que ir antes de que la muevan.

Aquella noche, Alejandro se quedó solo en su despacho, mirando una foto de Lucía. En ella, su hija sonreía al lado de una fuente, con el cabello recogido y los ojos brillantes. La tristeza empezó a transformarse en otra cosa: rabia. Si Lucía estaba viva, alguien había fingido su muerte. Y para montar una farsa así hacía falta dinero, contactos, poder.

En su cabeza aparecieron nombres: socios envidiosos, funcionarios corruptos, competidores sin escrúpulos. Su imperio levantado en años tenía también muchos enemigos.

Diego dormía hecho un ovillo en un sofá cercano, tapado con una manta. Para un chico que no tenía nada, había arriesgado todo al entrar en aquella capilla llena de gente rica. Alejandro no podía evitar preguntarse: ¿por qué él?

Al amanecer, Ramiro volvió con planos y fotografías aéreas de la zona del puerto.

—Es aquí —señaló una nave apartada, cerca de los muelles—. Coincide con lo que describió el chico.

Alejandro se levantó. Su expresión ahora era dura como el granito.

—Vamos esta noche.

Por primera vez desde el “accidente”, se sentía vivo otra vez. No como magnate, no como figura pública, sino como lo que realmente era: un padre dispuesto a todo.

El aire alrededor de los muelles olía a óxido y sal. Bajo la oscuridad, Alejandro, Ramiro y Diego avanzaban pegados a las sombras, acercándose a la bodega que el chico había señalado. Dos hombres armados vigilaban la entrada.

Ramiro hizo un gesto de silencio. Se aproximó por detrás, rápido y certero, y dejó inconsciente a uno de los guardias de un golpe. El segundo apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que otro miembro del equipo lo redujera. Arrastraron los cuerpos hacia un costado.

Dentro, una luz amarillenta parpadeaba. Había montones de cajas apiladas. Y, entre todo aquel eco frío, se escuchaban unos sollozos muy débiles, casi un gemido.

Alejandro se quedó clavado en el sitio. Esa voz. La reconocería aunque pasaran mil años.

—¡Papá! —se oyó, ahogada.

Ramiro intentó sujetarlo del brazo, pero Alejandro se soltó y corrió hacia el sonido. Tras una hilera de contenedores, la vio: Lucía, sentada en una silla, con las manos atadas, el rostro lleno de moratones, los ojos hinchados… pero viva.

—¡Lucía! —gritó, mientras arrancaba las cuerdas con manos desesperadas.

Ella se derrumbó en su pecho, llorando.

—Pensé que no vendrías —susurró—. Me obligaron a ver cómo quemaban el coche… Me dijeron que si te enterabas, me matarían. Todo fue falso: el cuerpo, los papeles, todo.

El corazón de Alejandro se partió y ardió a la vez. La levantó con cuidado y, escoltados por Ramiro y su equipo, salieron de la bodega. A lo lejos empezaron a oírse sirenas. Ramiro ya había avisado a contactos de confianza para que “limpiaran” la zona y evitaran más peligros.

Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬

Scroll to Top