De vuelta en la casa, los médicos atendieron a Lucía en una de las habitaciones. Alejandro esperó fuera, caminando de un lado a otro por el pasillo. Cuando por fin le dijeron que estaba fuera de peligro, respiró con más calma y mandó llamar a Diego.
El chico entró con timidez, mirando al suelo.
—Siéntate —le dijo Alejandro.
Diego se quedó de pie.
—Prefiero aquí, señor.
Alejandro lo observó unos segundos.
—Quiero que me digas la verdad, Diego. ¿Por qué nos ayudaste?
El chico apretó las manos.
—Porque yo siempre he sido invisible —contestó, en voz baja—. Nadie me mira en la calle. Para muchos, no existo. Pero cuando la vi llorando en esa furgoneta, supe que no podía hacer como si nada. Pensé que… si la salvaba, quizá alguien me vería a mí también. Por lo menos una vez.
La garganta de Alejandro se cerró. Este muchacho, sin casa, sin familia, había hecho por Lucía lo que él, con todo su dinero, no había podido hacer a tiempo.
Apoyó una mano en el hombro del chico.
—Tú salvaste a mi hija, Diego. Desde hoy, no volverás a dormir en la calle.
Diego levantó la vista, incrédulo.
—¿Lo dice en serio?
—Más en serio que nada en mi vida —respondió Alejandro.
Días después, Lucía empezó a recuperarse. Mientras ella le contaba, poco a poco, lo que había vivido durante su secuestro, Alejandro ordenó una investigación interna en sus empresas. No tardó en salir a la luz el nombre del responsable: su propio socio principal, el hombre en quien más había confiado. Había organizado el falso accidente para quitarse a Lucía de en medio y, al mismo tiempo, debilitar a Alejandro y adueñarse de la compañía.
Las pruebas eran claras. La policía actuó y aquel hombre terminó tras las rejas. El nombre de Alejandro, manchado por rumores y envidias, quedó limpio. Muchos que lo habían puesto en duda ahora bajaban la cabeza cuando pasaba.
Diego, en cambio, ya no vagaba por el puerto. Dormía en un cuarto con cama, sábanas limpias y una ventana por la que entraba la luz de la mañana. Empezó a asistir a la escuela, con libros nuevos y una mochila que no tenía agujeros. En la casa de los Salazar, al principio se sentía como un extraño, pero poco a poco fue encontrando sonrisas, platos calientes y una familia que le abría las puertas.
Lucía, que había estado tan cerca de perderlo todo, se aferró a la vida con más fuerza. Cada vez que miraba su muñeca desnuda, recordaba la pulsera que ya no llevaba, pero que había sido la clave para traerla de vuelta. Sonreía al pensar que ahora esa pulsera dormía en una caja fuerte, no como un objeto de lujo, sino como un símbolo de esperanza.
En el cementerio, el ataúd que se había enterrado seguía bajo tierra, frío y vacío. Era una caja de madera sin cuerpo dentro, un monumento silencioso a la mentira y a la traición. Pero, por encima de ese engaño, habían nacido tres vidas nuevas: la de un padre que volvió a sentir, la de una hija que regresó de entre las sombras y la de un chico que dejó de ser invisible.
No compartían la misma sangre, pero estaban unidos por algo más fuerte: el valor, la verdad y la oportunidad de empezar de nuevo. Y para Alejandro, que lo había tenido todo y lo había estado perdiendo sin darse cuenta, ese inesperado lazo era el tesoro más valioso de su vida.






