—Señor, yo puedo hacer que su hija vuelva a caminar —dijo una vocecita temblorosa detrás de él…
Andrés Vidal se giró despacio. Sus ojos cansados se entrecerraron al ver a un niño delgado, con la ropa rota y los pies descalzos llenos de polvo de la ciudad. No tendría más de nueve años. La cara estaba manchada de suciedad, pero sus ojos… sus ojos estaban firmes, llenos de algo que Andrés no veía desde hacía mucho tiempo: convicción.
Habían pasado seis meses desde que su hija, Lucía, había perdido la movilidad en las piernas. Una infección en la columna le había dañado los nervios y, a pesar de todos los tratamientos que el dinero podía pagar, todos los médicos habían repetido el mismo veredicto:
—No volverá a caminar.
Andrés, empresario inmobiliario con una fortuna enorme, había contemplado impotente cómo su niña, antes alegre y charlatana, se volvía silenciosa y retraída. Sus risas se habían apagado. Su habitación se había llenado de aparatos de rehabilitación que no parecían servir para nada.
Aquella tarde, sentado en un banco frente al Hospital San Lucas, el peso del fracaso se le clavaba en el pecho. Por primera vez en su vida, su dinero no servía para nada. Fue entonces cuando apareció el niño.
Andrés frunció el ceño.
—¿Qué has dicho?
—Que puedo ayudarla a caminar —repitió el niño, con voz serena, aunque el viento frío le azotaba la cara.
Andrés estuvo a punto de reír, pero hubo algo en la calma del niño que lo hizo detenerse.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó, con un tono en el que se mezclaban ironía y cansancio—. No eres médico. Eres solo un crío.
El niño asintió despacio.
—Lo sé. Pero ya lo he hecho antes. Mi hermanita… ella se quedó sin poder caminar después de un accidente. Los médicos se rindieron. Yo no.
Andrés lo miró con escepticismo.
—Y ahora me vas a decir que corre maratones, ¿no?
El niño esbozó una sonrisa casi invisible.
—No, maratones no. Pero camina. Porque yo no la dejé dejar de intentarlo.
Aquellas palabras le llegaron muy dentro. Andrés había visto a muchos especialistas, todos hablando con términos complicados, con informes y gráficas… pero ninguno con aquella fe tan simple.
Tras un largo silencio, Andrés suspiró.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Nico —respondió el niño.
—¿Y qué quieres de mí, Nico?
—Solo una oportunidad —dijo él, sin dudar—. Déjeme conocerla.
Andrés vaciló. Dentro de él peleaban la razón y la desesperación. Sabía que era absurdo, casi ridículo. Pero la idea de decir que no le resultaba… incorrecta.
Al final se levantó del banco.
—Está bien —murmuró—. Ven conmigo.
Entraron juntos en el hospital. Cuando llegaron a la habitación de Lucía, la niña estaba sentada junto a la ventana, con las piernas tapadas por una manta fina. Al ver entrar a Nico, su rostro se iluminó con una curiosidad que Andrés no veía desde hacía meses.
—Hola —dijo Nico en voz baja, acercándose a la cama con respeto—. Soy Nico. Me han dicho que antes te encantaba correr.
Lucía parpadeó, sorprendida.
—Me encantaba… —respondió—. Pero ahora ya no puedo.
Nico sonrió con dulzura.
—Quizá puedas otra vez.
Andrés los observaba en silencio, con el corazón golpeándole el pecho. Por primera vez en mucho tiempo vio algo brillar en los ojos de su hija: esperanza.
Y en ese instante, Andrés comprendió que aquel niño, extraño y valiente, podía ser el último milagro que aún no había intentado.
Nico empezó a visitarla cada mañana. Las enfermeras murmuraban entre ellas, divertidas al ver a un chaval de la calle, con la ropa gastada, caminar con tanta seguridad por los pasillos impecables del Hospital San Lucas, directo a la planta infantil donde estaban los pacientes más delicados. Pero Andrés lo permitía. Había algo en la presencia de Nico que devolvía la luz a los días de Lucía.
Empezaron poco a poco. Nico se sentaba a su lado y le hablaba de su vida en la calle: cómo él y su hermana se inventaban carreras descalzos por los callejones, cómo ella lloró la primera vez que cayó, pero siempre volvía a levantarse.
—Mira —le dijo una mañana—, tus piernas tienen que volver a recordar lo que es sentir alegría. Ese es el secreto. Dejaron de intentarlo porque tú dejaste de creer que podían hacerlo.
Lucía soltó una risita.
—Eso suena muy tonto.
—Puede —contestó Nico, sonriendo—. Pero a veces, lo tonto funciona.
Nico empezó a enseñarle pequeños ejercicios. No eran los típicos movimientos repetitivos de rehabilitación, sino juegos. Movimientos disfrazados de fantasía. Le pedía que moviese los pies al ritmo de una canción que tarareaba, que imaginara que daba patadas a las nubes, o que estaba “bailando en el aire”.
La fisioterapeuta del hospital era escéptica al principio, pero no pudo evitar notar algo distinto: el ánimo de Lucía mejoraba día a día. Y con él, poco a poco, también su cuerpo. Los músculos parecían responder mejor.
Andrés observaba cada sesión desde un rincón, sin perder detalle. Su incredulidad inicial se fue transformando despacio en asombro. Nico no tenía títulos, no había estudiado en ninguna universidad, no hablaba como un médico. Pero tenía algo que nadie más había traído a aquella habitación: una perseverancia terca, limpia y contagiosa.
Una tarde, Lucía consiguió levantar el pie derecho apenas unos centímetros sobre la cama. La enfermera soltó un pequeño grito ahogado. Los ojos de Andrés se llenaron de lágrimas.
Nico solo sonrió y dijo:
—¿Ves? Te lo dije. Ella podía.
Pero nunca se atribuyó el mérito. Cada vez que Andrés intentaba darle dinero, Nico lo rechazaba con un gesto firme.
—Cómprale lápices de colores o pinturas a Lucía —decía—. Le gusta dibujar, ¿verdad?
Con el tiempo, Nico pasó a ser casi parte de la familia. Andrés se aseguró de que comiera bien en la cafetería del hospital y le consiguió una chaqueta sencilla para las noches frías. Nico se lo agradecía, pero seguía durmiendo en la calle o en refugios para menores.
—Hay otros niños ahí fuera —explicaba—. Niños como mi hermana, que también necesitan que alguien crea en ellos.
Juegos en familia.
Un día, mientras Nico y Lucía jugaban a “patear nubes” con los pies, la niña miró a su padre con una decisión nueva en la mirada.
—Papá —dijo despacio—, hoy quiero intentar ponerme de pie.
La habitación se quedó en silencio. Andrés sintió cómo se le secaba la boca. Nico se colocó a un lado de la cama, agachándose para mirarla a los ojos.
—¿Seguro? —susurró.
Lucía asintió, apretando con fuerza las manos de Nico.
—Estoy lista.
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