Entre los dos la ayudaron a sentarse al borde de la cama. Sus piernas temblaban. El corazón de Andrés latía tan fuerte que casi le dolía. Poco a poco, apoyándose en Nico, Lucía empujó el suelo con los pies. Sus rodillas se doblaron, su respiración se hizo rápida… pero se levantó.
Se quedó allí, de pie, tambaleándose, pero de pie.
Andrés se quedó paralizado. La boca entreabierta, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Entonces Lucía lo miró, con lágrimas en los ojos.
—Papá… estoy de pie.
El mundo de Andrés se detuvo. Sintió como si le hubieran quitado de golpe una losa de encima. Se arrodilló frente a ella y la abrazó con tanta fuerza que los tres casi perdieron el equilibrio.
Ese instante, aquel imposible hecho realidad ante sus ojos, fue el milagro que llevaba medio año esperando.
La recuperación de Lucía comenzó a comentarse por todo el hospital. Los médicos estaban desconcertados. Hablaron de “motivación psicológica”, de “respuesta excepcional al tratamiento”. Buscaron palabras técnicas para explicar lo que veían. Pero Andrés sabía que había algo más. Algo que no cabía en un informe. Fe. Fe encendida de nuevo por un niño que no aceptaba la idea de rendirse.
Nico siguió visitando a Lucía durante semanas, acompañándola en sus primeros pasos por el pasillo. Cada paso era inestable, pero verdadero. Lucía sonreía como no lo había hecho desde antes de la enfermedad. Sus ojos brillaban. Se agarraba a la barandilla o a la mano de Nico, pero avanzaba.
Al cabo de un tiempo, los médicos firmaron el alta. Lucía podía caminar. Lenta, con cuidado, pero sin ayuda. El día que salió del hospital, Andrés supo que tenía que agradecerle a Nico de una forma distinta.
Lo encontró una tarde fría, sentado debajo de una farola, compartiendo un bocadillo con un niño todavía más pequeño que él.
—Nico —dijo Andrés, agachándose a su lado—. Has cambiado nuestras vidas. Déjame ayudarte ahora a ti. Ven a vivir con nosotros. Puedes ir al colegio, tener una cama caliente… Te lo mereces.
Nico bajó la mirada. Tardó en responder.
—Gracias, señor —dijo al fin—. De verdad. Pero no puedo. Todavía no.
—¿Por qué? —preguntó Andrés, sintiendo que algo se le encogía dentro.
—Porque todavía hay muchos niños ahí fuera —respondió el chico, mirando de reojo al pequeño al que había dado la mitad de su bocadillo—. Niños como mi hermana. Alguien tiene que seguir creyendo en ellos. Si me voy… ¿quién los va a animar?
A Andrés se le hizo un nudo en la garganta.
—Entonces, al menos dime dónde puedo encontrarte. Un lugar. Un rincón. Algo.
Nico sonrió, esa sonrisa tranquila que Andrés conocía ya tan bien.
—Ya sabe dónde encontrarme, señor —dijo con sencillez—. Soy el niño que creyó que su hija podía caminar.
Y, con esas palabras, se levantó, le hizo un pequeño gesto con la mano y se perdió entre las sombras de la calle.
Meses después, en un parque lleno de árboles y risas infantiles, Lucía echó a correr. No caminar: correr. Corrió hacia su padre, con los brazos abiertos, el pelo al viento, la risa clara, limpia, libre.
—¡Papá, mira! —gritó—. ¡Estoy corriendo!
Andrés la observó llegar hasta él, incapaz de contener las lágrimas. La levantó en brazos, la giró en el aire, y el parque entero pareció llenarse con su risa.
A partir de entonces, cada vez que veía a un niño descalzo en la calle, Andrés se detenía un momento. Lo miraba con atención, por si acaso. Buscando unos ojos tranquilos, firmes, llenos de esa fe obstinada que había conocido.
Nunca volvió a ver a Nico.
Pero a menudo, cuando estaba con Lucía y ella se cansaba o tropezaba un poco, Andrés decía:
—Mira, hija. Hay personas que buscan milagros con dinero. Yo conocí a uno llevando zapatos rotos.
Y en algún lugar de la ciudad, quizá en otra, quizá muy lejos, un niño de ojos buenos y pasos ligeros probablemente estaba sonriendo. Porque él no solo había ayudado a una niña a caminar. También le había enseñado a un hombre a creer otra vez.






