Los moteros estábamos jugando a las cartas cuando un niño de seis años empujó la puerta y entró arrastrando algo que nadie quería ver.
—Mi mamá no se despierta —dijo, con el pijama de Superman lleno de sangre que no era suya—. Dijo que buscara a los ángeles. ¿Ustedes son los ángeles?
Detrás de él, por la puerta abierta de la Taberna del Hierro, la vimos.
Una mujer de unos treinta años, boca abajo en el escalón de la entrada.
Había gateado quién sabe cuánto, con la mano del hijo agarrada a la suya, para morir en la puerta de un bar de moteros a medianoche de un martes.
Solté mis cartas. La mano ganadora ya no importaba.
El crío —no tenía más de seis años— seguía sujetando la mano de su madre. De su madre muerta. La había arrastrado todo lo que había podido hacia dentro del bar, como si pensara que, si la metía con nosotros, podríamos arreglarla.
—Mamá dijo que los hombres de las motos eran ángeles —repitió, con una voz tan pequeña que nos rompió algo por dentro a todos—. Dijo que buscara a los ángeles y les contara lo del hombre malo.
Me llamo Marcos “Trueno” Rodríguez. Tengo 64 años y llevo treinta y nueve rodando con el club de moteros “Los Renegados del Diablo”.
Sí, ya sé que el nombre suena fatal. Lo elegimos cuando éramos jóvenes y tontos, pensando que sonaba duro.
Ahora estamos viejos y nos quedamos con él: un montón de abuelos con un nombre que asusta, que pasan la mayoría de los fines de semana recaudando dinero para el hospital infantil del barrio.
Aquella noche éramos ocho en el bar. Nuestra partida de cartas de los martes. La Taberna del Hierro era nuestro sitio. Oficialmente era de la esposa de Lobo, pero era donde tratábamos los asuntos del club cuando cerraban al público.
El niño se quedó allí parado, aún agarrado a la mano de su madre, esperando que fuéramos los ángeles que ella le había prometido.
—Santo cielo —murmuró Huesos, levantándose hacia la puerta.
—No —le dije, parándolo con el brazo—. Es una escena del crimen. No podemos tocar nada.
Saqué el móvil, marqué al número de emergencias y luego me agaché para ponerme a la altura del niño.
—¿Cómo te llamas, campeón?
—Adrián. ¿Vas a arreglar a mi mamá?
—Vamos a buscar ayuda, Adrián. ¿Puedes soltar la mano de mamá?
—No. Ella dijo que no la soltara. Que no la soltara nunca hasta que encontrara a los ángeles.
Tanque ya estaba comprobando el pulso de la mujer, sabiendo que no iba a encontrar nada. Me miró y negó con la cabeza. Llevaba muerta por lo menos una hora.
—Adrián, nosotros somos los ángeles de los que habló tu mamá. Ya nos encontraste. Lo hiciste muy bien. Ahora puedes soltarla.
—¿Prometes que sois ángeles?
—Lo prometo.
La soltó. Su manita estaba manchada de rojo, y entonces vi la nota prendida con un imperdible a su pijama. Escrita con algo que parecía lápiz de ojos, letra temblorosa:
«Se llama Adrián. Su padre intenta matarnos. Por favor, protéjanlo. La policía no nos ayuda. Confíen en los moteros».
Se oían las sirenas a lo lejos. Pero antes de que llegaran, Adrián dijo algo que lo cambió todo:
—El hombre malo viene. Mamá dijo que nos encontrará. Siempre nos encuentra.
Los primeros en llegar fueron los policías. Al frente venía la inspectora Sara Núñez, alguien con quien ya habíamos tratado otras veces. Echó un vistazo a la escena —la mujer muerta, el niño lleno de sangre, ocho moteros— y su mano fue directa al arma.
—Nadie se mueve.
—Sara, no es lo que parece —dije, levantando las manos—. El niño vino hasta aquí. Lee la nota de su camiseta.
Lo hizo. Luego miró el cuerpo de la mujer. Múltiples puñaladas. Marcas de defensa en los brazos. Aquella mujer había luchado con todo para vivir lo suficiente y llevar a su hijo a un lugar seguro.
—Adrián —dijo la inspectora Núñez, con voz suave—, ¿quién es el hombre malo?
—Papá. Papá es el hombre malo.
—¿Cómo se llama papá?
—Javier. Javier Méndez.
Todos los policías en la sala se quedaron helados. Reconocí esa mirada. Sabían quién era.
—¿El juez Méndez? —preguntó Sara, despacio—. ¿Tu papá es el juez Javier Méndez?
Adrián asintió.
—Dijo que iba a arreglar a mamá. Que la haría callar. Ella iba a contar las cosas malas.
La inspectora me apartó unos pasos.
—No podemos tocar a Méndez. Es intocable. Está conectado con todo el mundo. Si este niño dice la verdad…
—Quieres decir si su madre muerta decía la verdad.
—Incluso así. Méndez tiene medio cuerpo de policía de su lado. El niño no está seguro dentro del sistema.
—¿Entonces qué pasará con él?
—Acogida temporal. Con suerte en otra provincia. Protección de testigos si hay suerte. Pero Méndez lo encontrará. Siempre gana.
Miré a Adrián, sentado en un taburete, balanceando las piernas, todavía con el pijama de Superman manchado de sangre.
—No.
—¿No, qué?
—No vais a meterlo en el sistema. Nosotros nos quedamos con él.
—No puedes “quedarte” con un niño…
—Mírame.
En ese momento entró el propio juez Javier Méndez por la puerta. Eran las tres de la mañana, pero allí estaba con su traje caro y una expresión de falsa preocupación pegada a la cara.
—He oído lo de mi esposa —dijo, sin mirar ni una vez el cuerpo—. Trágico. Llevaba meses inestable. Paranoica. Diciendo locuras. Intenté que recibiera ayuda, pero…
Alargó la mano hacia Adrián.
—Vamos, hijo. Nos vamos a casa.
Adrián gritó. No fue un grito normal de niño. Fue el tipo de grito que sale del miedo más profundo. Corrió hacia mí, me abrazó la pierna y escondió la cara en mis vaqueros.
—Por favor, ángel. No dejes que me lleve. Mató a mamá. Dijo que yo era el siguiente si contaba algo.
La máscara de Méndez se resquebrajó un segundo. Lo justo para que todos viéramos lo que había debajo.
—El niño está traumatizado —dijo el juez, recuperando su tono suave—. Su madre le llenó la cabeza de mentiras. Tengo que llevarlo a casa, que reciba ayuda.
—Con usted no se va —dije.
—Soy su padre. Tengo derechos.
—Lo único que tienes ahora mismo son problemas.
Méndez miró a la inspectora Núñez.
—Inspectora, me llevo a mi hijo. Si estos hombres intentan impedirlo, deténgalos.
Sara parecía partida en dos. Entonces Lobo dio un paso al frente. Metro noventa y largos, más de ciento treinta kilos, ex marine.
—Sara, ¿tienes hijos? —le preguntó.
—Dos.
—Entonces mírale a los ojos a ese niño y dime que vas a entregarlo al hombre del que dice que mató a su madre.
—La ley…
—A veces la ley no es lo mismo que la justicia —dijo Tanque—. Y todos aquí lo sabemos.
Méndez sacó el móvil.
—Voy a llamar al jefe de policía. Es amigo personal. Todos ustedes acabarán entre rejas.
—Perfecto —le dije—. Llámalo. Llámales a todos. Hagámoslo muy público. La esposa del juez muere apuñalada, aparece en la puerta de un bar de moteros con su hijo, una nota prendida en el pijama diciendo que el juez intentaba matarlos. A la prensa le va a encantar.
—¿Me estás amenazando?
—No. Estoy protegiendo a este niño. Es distinto.
El pulso duró otros veinte minutos. Méndez hizo llamadas, lanzó amenazas, probó todas sus cartas de poder. Nosotros no nos movimos. Ocho moteros entre un niño de seis años y el hombre que había matado a su madre.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






