—Mamá —le dijo a la lápida—, los ángeles me cuidaron muy bien, como dijiste. Papá… mi papá ángel… me enseña a ser fuerte. A proteger a la gente que no puede protegerse sola. Como tú me protegiste a mí.
Se quedó callado un momento. Luego añadió:
—Ah, y el hombre malo ya no puede hacer daño a nadie. Los ángeles se encargaron.
Méndez había muerto en prisión seis meses antes. Otro preso, padre de tres hijos, no soportaba a los maltratadores de niños. Nosotros no tuvimos nada que ver. Pero no voy a decir que me dio pena.
Al volver hacia las motos, Adrián me preguntó algo que nunca me había preguntado.
—¿Por qué me ayudaste aquella noche? No me conocías.
—Tu madre tenía razón sobre nosotros, chico. No somos ángeles, pero intentamos ser lo que la gente necesita que seamos. Esa noche tú necesitabas protección. Eso fue lo que fuimos.
—Los otros niños del cole dicen que los moteros dan miedo.
—¿Tú tienes miedo de nosotros?
—No. Pero sé que los malos sí deberían tenerlo.
—De eso se trata, peque.
Se subió a la moto, me abrazó por la cintura.
—Papá.
—¿Qué?
—Mamá tenía razón. Los ángeles no siempre tienen alas. A veces tienen motos.
Volvimos al local del club, donde nos esperaban la cena y el ruido de siempre. Los Renegados del Diablo, el nombre más temido del barrio, tenían noche de tacos. Adrián ayudaba a servir, con su pequeño chaleco de “aspirante” que los chicos le habían hecho.
La inspectora Núñez pasó a saludar, como hace de vez en cuando. Ahora está jubilada, pero sigue viniendo a ver a Adrián.
—Sabes —me dijo, mirando al niño jugar con otros críos del barrio—, aquella noche pensé que estabais locos. Plantaros contra un juez. Proteger a un niño al que no conocíais.
—¿Y ahora?
—Ahora pienso que Rebeca fue la mujer más lista que nunca llegué a conocer. Sabía exactamente adónde mandar a su hijo. No a la policía. No al sistema. A la única gente que no iba a echarse atrás.
—No somos héroes, Sara.
—No. Pero aquella noche fuisteis ángeles. Su madre le prometió ángeles, y eso fue lo que encontró.
Adrián vino corriendo, con la cara llena de salsa de taco.
—¡Papá! El tío Lobo dice que mañana me enseña a arreglar motores.
—Eso está genial, campeón.
Salió corriendo otra vez, y Sara sonrió.
—Hace tres años ese niño vio morir a su madre. Mira cómo está ahora.
—Los niños son fuertes.
—Solo si alguien los sostiene cuando se caen. Tú lo sostuviste.
Esa noche, cuando Adrián se durmió, me quedé un rato sentado en su habitación. En la pared tiene una foto: él con los cuarenta y tres miembros del club el día de la adopción. En una esquina del marco, guardó otra cosa: la nota que su madre le prendió al pijama aquella noche.
«Confíen en los moteros».
Tres palabras que le salvaron la vida. Tres palabras de una madre moribunda que sabía que, a veces, la gente a la que la sociedad más teme es la única que no tiene miedo de hacer lo correcto.
Adrián sigue murmurando cosas cuando duerme. Antes eran pesadillas, llamando a su madre. Ahora, la mitad de las veces, sueña con motos.
Mañana se despertará seguro. Trabajará en motores con Lobo, desayunará con sus tíos, irá al colegio en mi moto. Crecerá sabiendo que su madre lo quiso tanto que gastó su último aliento en llevarlo a un lugar seguro. Y que cuando le dijo que buscara a los ángeles, sabía exactamente lo que hacía.
Los Renegados del Diablo.
Nos quedamos con el nombre. Porque todo diablo fue ángel alguna vez, y a veces, por la persona adecuada, recordamos cómo ser ángeles otra vez.
Aunque esos ángeles vayan en moto y tengan más tatuajes que dientes.
Aunque esa persona sea solo un niño de seis años con un pijama de Superman manchado de sangre, buscando a los ángeles que su madre moribunda le prometió.
Lo salvamos.
O quizá, en lo que de verdad importa, fue él quien nos salvó a nosotros.






