Paré en una gasolinera de carretera a las dos de la madrugada, con los ojos quemándome por el viento frío y la espalda gritando después de tantos kilómetros en la moto. Estaba llenando el depósito cuando oí una voz pequeña, desesperada, segura.
—¡Papá! ¡Papá, te encontré!
Un niño, de unos seis años, descalzo, en pijama con dinosaurios dibujados, se agarró a mi pierna derecha como si le fuera la vida en ello.
Tenía la cara pegada a mi chaqueta de cuero, y lloraba con tanta fuerza que todo su cuerpecito temblaba.
—Papá, por favor, no te vayas otra vez. Por favor. Voy a portarme bien. Ya no voy a hacer ruido. Mamá llora todas las noches. Por favor, vuelve a casa.
Me quedé helado. Las manos todavía sujetaban la manguera de gasolina, y el corazón se me paró en el pecho. Porque ese crío —ese niño precioso y desesperado— no era mío. No lo había visto en mi vida.
—Eh, campeón —dije despacio, intentando soltarlo con cuidado—. Creo que te estás equivocando de…
—¡No! —apretó más fuerte—. ¡Sé que eres tú! ¡Llevas la misma chaqueta! ¡La del águila! ¡Y hueles a moto y a café, igual que antes!
Una mujer salió corriendo de la tienda de la gasolinera, con el pánico dibujado en la cara. Treinta y pocos años, uniforme de enfermera, el cansancio marcado en todas las arrugas. Cuando vio al niño pegado a mí, se quedó clavada.
—Diego, cariño, él no… —La voz se le quebró. Me miró y algo en sus ojos se hizo añicos—. Dios mío. Dios mío… te pareces tanto a él.
—¿A quién? —pregunté.
Sacó el móvil con las manos temblando y me enseñó la pantalla de bloqueo. Era la foto de un hombre en una moto, con mi misma complexión, la misma barba, una chaqueta de cuero parecida a la mía, también con un águila en la espalda.
Estaba abrazando al mismo niño que en ese momento me estaba cortando la circulación de la pierna, los dos riendo a la cámara.
—Mi marido —susurró—. El padre de Diego. Murió en una misión en el extranjero hace catorce meses. Estamos viajando a casa de mi madre, en el norte, y Diego ha visto tu moto, tu chaqueta…
El niño —Diego— levantó la cabeza entonces, y vi cómo la confusión empezaba a colarse en sus ojos. Su agarre se aflojó apenas un poco.
—Te ves diferente —me dijo—. Tus ojos no son iguales.
—Lo siento, campeón. No soy tu papá.
Lo que pasó después rompió algo dentro de mí que yo ya pensaba que no podía romperse más. Aquel niño de seis años no hizo un berrinche. No gritó ni discutió. Simplemente… se derrumbó.
Como si le hubieran cortado los hilos. Soltó mi pierna, se sentó allí mismo, sobre el cemento manchado de aceite, se abrazó las rodillas y soltó un sonido que yo solo había oído una vez en mi vida: el que hizo mi madre cuando le dijeron que mi hermano no iba a volver de una misión.
—Lo siento —la mujer, que luego me dijo que se llamaba Ana, repetía una y otra vez—. Es que él… él no lo entiende. Sigue esperando a que Carlos vuelva a casa. La psicóloga dice que está atrapado en la negación, y al verte…
Miré al niño, destrozado en el suelo, y tomé una decisión que cambiaría tres vidas para siempre.
—Diego —dije, agachándome a su altura—. Tu papá no puede volver, campeón. Pero quizá… quizá él me mandó para encontrarte.
La cabeza del niño se levantó bruscamente.
—¿Él te mandó?
Ana empezó a protestar, pero levanté la mano. Algo en mi cara debió decirle que esperara.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Diego.
—Juan. Juan Morales. Pero mis amigos me llaman Silbador.
—¿Por qué Silbador?
—Porque silbo cuando trabajo en las motos. Vuelvo locos a todos.
Diego me estudió con esos ojos serios de niño de seis años.
—Mi papá también silbaba —dijo—. Me estaba enseñando una canción, esa que se llama “Amazing Grace”, antes de irse.
Se me cerró la garganta. Mi mejor amigo del club, al que todos llamábamos Diesel, solía silbar ese mismo himno durante la quimio. Decía que así se le iba un poco el miedo.
—¿Puedes silbarla? —me pidió Diego.
Así que, en medio de la noche, en una gasolinera perdida en la carretera, me puse a silbar “Amazing Grace” para un niño cuyo padre nunca iba a volver a casa. Ana se tapó la boca con las dos manos, las lágrimas cayéndole a chorros.
Cuando terminé, Diego se puso de pie.
—Papá no te mandó —dijo bajito—. Pero a lo mejor… a lo mejor tú también estás triste.
—Sí, campeón. Estoy bastante triste.
—¿Por qué?
—Mi hermano murió. Era mi mejor amigo.
Diego se acercó y me tomó la mano. La suya era tan pequeña, todavía suave de esa manera que tienen las manos de los niños antes de que la vida las endurezca.
—A lo mejor —dijo—, a lo mejor podemos estar tristes juntos. Eso dice mamá. Que la tristeza se hace más pequeña cuando la compartes.
Miré a Ana. Observaba a su hijo —ese niño que, según me contó después, apenas había dicho más de una palabra seguida en semanas— construir frases completas con un desconocido que se parecía a su padre muerto.
—¿A dónde vas? —me preguntó ella.
—A ningún sitio. A cualquier sitio. Lejos.
—Nosotros vamos al norte, a casa de mi madre. Diego y yo vamos a empezar de cero.
Diego me tiró de la mano.
—Puedes venir también. La abuela hace panqueques —dijo muy serio.
—Diego, cariño, Juan seguramente tiene cosas que hacer…
—No las tengo —dije, sorprendiéndome a mí mismo—. De verdad que no.
Lo que aún no te he contado —y que importa en esta historia— es que hace diecisiete años yo tuve un hijo. Miguel. Tenía siete años cuando un conductor borracho se lo llevó a él y a su madre. Durante diecisiete años he estado huyendo del peso de seguir vivo cuando mi hijo no. Me uní a un club de motos, los Cuervos de Acero, porque los hermanos que montan entienden que a veces uno necesita ir lo bastante rápido como para intentar dejar atrás a los fantasmas.
Pero la mano de Diego en la mía, su confianza absoluta en que quizá la gente rota podía ayudarse entre sí… detuvo mi huida.
—Síguenos —dijo Ana—. Solo… síguenos hasta casa de mi madre. Ya veremos qué hacemos luego.
Debería haber dicho que no. Habría tenido que subirme a la moto y desaparecer. En lugar de eso, seguí su coche viejo por la noche, con la cara de Diego pegada a la luneta trasera para asegurarse de que no me perdía.
Paramos a desayunar en una cafetería de carretera que había visto décadas mejores. Diego insistió en sentarse a mi lado, no al lado de su madre. Pidió panqueques, pero no se los comió; solo los empujaba por el plato.
—La última vez mi papá también pidió panqueques —dijo—. Antes de irse con los soldados.
Ana intentó tocarlo, pero él se apartó.
—No tengo hambre.
—Tienes que comer algo, mi amor.
—Juan tampoco está comiendo.
Era verdad. Yo solo había pedido café. El peso de la muerte de Diesel, de ese encuentro extraño, de la tristeza de Diego mezclándose con la mía… se me quedaba en el estómago como plomo.
—¿Qué te parece esto? —propuse—. Los dos damos un bocado. Juntos.
Diego se lo pensó.
—¿Prometes que no te vas a ir después de desayunar?
—Diego… —empezó Ana.
—Lo prometo —dije.
Comimos nuestros panqueques, un bocado sincronizado cada vez. Diego me miraba como si pudiera desaparecer en cuanto apartara los ojos.
—Señor Juan —dijo de pronto—. ¿Tienes hijos?
Ana dio una bocanada de aire. Algo en mi cara debió delatarme.
—Tuve un hijo —contesté despacio—. Hace mucho tiempo.
—¿Dónde está?
—Está con tu papá ahora.
Los ojos de Diego se abrieron de par en par.
—¿En el cielo?
—Sí, campeón.
—¿Cómo se llamaba?
—Miguel.
—A lo mejor son amigos. A lo mejor Miguel le enseña cosas del cielo a mi papá.
La sencillez de la idea, la esperanza tan pura de que nuestros muertos se hubieran encontrado allá arriba, me desarmó. Pedí permiso, fui al baño y lloré como no lo había hecho desde el funeral de Miguel. Lloré por él, por Diesel, por el padre de Diego, por ese niño que solo quería que su papá volviera.
Cuando salí, Diego se había pasado al lado de su madre en la mesa. Estaban susurrando, y Ana volvía a llorar.
—Quiere saber —me dijo— si podrías enseñarle a silbar “Amazing Grace”. Como iba a hacer su padre.
Condujimos tres horas más. Diego se quedó dormido en el coche, agotado de tanto dolor, esperanza y confusión. Ana me llamó al móvil, con el altavoz puesto para que pudiéramos hablar mientras conducíamos.
—Mi marido se llamaba Carlos Herrera —me contó—. Sargento. Varias misiones. Sobrevivió a todas. Volvió para enseñar a Diego a montar en bici, y luego lo volvieron a llamar. Murió por una explosión en la carretera, junto a su convoy.
—Lo siento —dije.
—Diego estaba allí cuando vinieron a decírmelo. Me vio caerme al suelo. Vio cómo gritaba. Pero él no lloró. Ni una sola vez. La psicóloga dice que me está protegiendo, que intenta ser “el hombre de la casa” con seis años.
—Esta noche ha llorado —recordé.
—La primera vez desde el funeral. Cuando se dio cuenta de que no eras Carlos… Dios, fue como verlo perder a su padre otra vez.
—Ana, yo no debería… no puedo ser…
—Lo sé —dijo—. No te estoy pidiendo eso. Pero Diego no hablaba así desde hacía meses. No lo veía comer nada porque sí desde hacía semanas. Algo en ti… quizá es que tú también estás de duelo. A lo mejor él lo reconoce.
Llegamos a casa de la madre de Ana al atardecer. Era una casa pequeña y ordenada, con un arcoiris de flores en el jardín delantero. Diego se despertó en cuanto aparcamos y enseguida buscó mi moto.
—¡Sigues aquí!
—Te lo prometí, ¿no?
La madre de Ana, doña Elena, me miró una vez y lo entendió todo sin necesidad de palabras. Las abuelas que han enterrado a alguien reconocen el duelo como a un viejo conocido indeseado.
—Te quedas a cenar —dijo. No era una pregunta.
En la cena, Diego se sentó entre su madre y yo, hablando sin parar de motos, de su papá, de cómo quizá yo podría enseñarle a montar cuando fuera más mayor. Ana no paraba de pedir disculpas con la mirada. Elena lo observaba todo con la sabiduría de quien ha visto trabajar al dolor de formas misteriosas.
—¿Y tu familia, Juan? —preguntó Elena.
—Mi familia ahora es el club de motos. Los Cuervos de Acero —contesté—. A los demás… los perdí.
—¿A todos?
Miré a Diego, que escuchaba cada palabra como si fuera importante.
—A mi mujer y a mi hijo. Hace diecisiete años. Conductor borracho.
—Diecisiete años es mucho tiempo para cargar eso solo.
—Uno aprende a vivir con ello.
—No —dijo Elena con firmeza—. Aprendes a huir de ello. No es lo mismo.
Después de cenar, Diego pidió ver mi moto de cerca. Ana asintió y salimos. Él pasó las manos por el metal como si fuera algo sagrado.
—Mi papá me prometió que se compraría una moto cuando volviera —me dijo—. Íbamos a ir hasta el mar en ella.
—¿A qué mar?
—A todos.
Lo alcé y lo senté en el asiento. Era tan pequeño que los pies no le llegaban a los reposapiés. Pero la cara se le iluminó como un árbol de Navidad.
—Señor Juan, ¿te quedarás?
—Diego, no puedo…
—No para siempre. Solo esta noche. Por favor. No he… no he dormido bien desde que papá se fue. Pero si tú estás aquí, a lo mejor no me da tanto miedo.
Ana me tocó el brazo.
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