Tenía apenas nueve años cuando empujó unos cuantos billetes arrugados y un puñado de monedas por la reja de nuestro aparcamiento de camiones, temblando de miedo, para pedirnos que alguien hiciera de su padre muerto.
Al día siguiente era el “Día de las Familias y las Profesiones” en su colegio. Cada niño tenía que llevar a su padre.
Pero el padre de Diego llevaba tres años muerto. Había caído en una misión militar en el extranjero.
Su maestra había dicho que no había excepciones: o venía el padre, o el niño se quedaba fuera de la actividad con un cero en la evaluación.
Así que aquel crío caminó varios kilómetros hasta nuestra cooperativa de camioneros, casi a medianoche.
El dinero que traía lo había ahorrado durante seis meses, recogiendo botellas y latas por el barrio.
Estaba ahí, delante de la reja, con su uniforme del colegio, los zapatos gastados, sosteniendo todo lo que tenía en la vida.
—Mi papá era soldado —susurró, con las lágrimas resbalando por la cara.
—Y también conducía camiones. Mañana todos se van a reír de mí porque seré el único sin padre. Por favor. Solo uno de ustedes. Solo finjan una hora.
Lo que pasó después no lo esperaba nadie. Mucho menos la directora que había puesto la norma.
—Por favor —repitió—. Solo una hora. El Día de las Profesiones empieza a las nueve.
Me llamo Sergio “Camión” Herrera.
Tengo sesenta y cuatro años. Fui soldado profesional cuando era joven y llevo más de cuarenta años en la carretera.
Soy el encargado de la cooperativa “Kilómetro 100”, un grupo de camioneros viejos, duros, con manos llenas de grasa y espalda rota, pero con memoria de lo que es el honor.
Pensaba que ya lo había visto todo.
Me equivocaba.
—Chaval, ¿y tu madre dónde está? —preguntó Paco “Bigote” desde la reja, con la voz ronca.
—Trabajando —contestó Diego sin mirarnos a los ojos—. Tiene tres trabajos. Limpia oficinas por la noche. No sabe que estoy aquí.
—¿Y cómo nos encontraste? —le pregunté yo.
Sacó un papel arrugado del bolsillo. Era una impresión mala de una imagen de mapa en el móvil.
—Busqué “camioneros cerca de la escuela primaria San Miguel” —explicó—. Ustedes salían los primeros. Están a solo tres kilómetros.
Solo tres kilómetros.
Un niño de nueve años había cruzado de noche medio barrio, pasando por calles donde ni los adultos quieren parar, para buscar a unos desconocidos.
—Podían haberte hecho daño —murmuró Lucho, negando con la cabeza—. Este barrio no es seguro a estas horas.
—Nada da más miedo que llegar mañana al colegio sin papá —dijo Diego, tragando saliva—. La seño dijo que todos tienen que traer a su padre. Ni una excepción. Hasta el papá de Lucía viene desde otro país solo para eso. Y el de Marcos va a salir de la cárcel un día para estar allí.
—¿Y no tienes un tío? ¿Un abuelo? —pregunté.
—Mi abuelo lleva años en silla de ruedas desde un derrame cerebral.
Mi tío dice que no va a perder un día de trabajo por “una tontería de colegio”.
Las manos del niño temblaban mientras nos ofrecía otra vez el dinero.
—Tengo esto. Ya sé que no es mucho. Pero lo ahorré medio año. Por favor. Mi papá se llamaba Cabo Primero Javier López. Murió en servicio el 15 de noviembre, hace tres años.
López.
Miré al niño con más atención.
No era familia mía, pero ese apellido lo había escuchado antes. En boca de otros soldados, en historias de cuartel.
—¿Tu padre conducía camión? —preguntó Paco.
—Un tráiler blanco enorme —respondió Diego, con la voz rota—. Mamá lo vendió para pagar el entierro. Él me estaba enseñando a reconocer los modelos de camiones. Dijo que cuando yo cumpliera dieciocho, iríamos juntos a cruzar el país por carretera.
Nos miramos unos a otros.
Éramos veintitantos camioneros aquella noche en el patio. Hombres que habían visto accidentes, noches sin dormir, funerales de compañeros, despidos y soledad.
Y allí estábamos, derrotados por un niño de nueve años y un puñado de billetes arrugados.
—Guarda tu dinero, chaval —dije al fin.
Su cara se vino abajo.
—Entiendo… No es suficiente. Perdón por molestar.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Eh, Diego.
Se detuvo.
—Te he dicho que guardes tu dinero. No he dicho que no vayamos a ayudarte.
Se giró poco a poco.
—¿De verdad?
—¿A qué hora empieza el Día de las Familias? —pregunté.
—A las nueve. En el gimnasio del colegio —dijo, secándose la cara con la manga.
—La escuela San Miguel está en la calle Olivo, ¿no?
Asintió.
—Allí estaremos.
—“Estaremos” no hace falta… —murmuró—. Con que venga uno solo, basta. No quiero causar problemas.
—Chaval, somos camioneros —rió Lucho—. Los problemas vienen con el volante.
—Pero el colegio tiene reglas. Solo un padre por alumno.
—Pues hoy van a aprender —dijo Paco— que cuando tocas a un hijo de un compañero caído, no viene un padre. Viene toda la familia.
—Pero yo no soy…
—Ahora sí lo eres —dije.
—Mañana a las ocho y media, en la puerta del cole. Te queremos allí.
—¿Y cómo sabré quién hace de mi papá?
Lo miré bien. Un niño delgado, con las orejas un poco grandes, ojeras de no dormir, y una valentía que no cabía en ese cuerpo.
—Todos —respondí—. Todos vamos a ser tu padre por un día.
Los ojos de Diego se llenaron de lágrimas.
—Pero la seño dijo…
—Escucha, pequeño —dije despacio—. Tu padre fue militar. Los que hemos servido sabemos una cosa: no se deja a nadie atrás. Nunca. Aunque haya muerto, sus compañeros siguen aquí. Y mañana vas a conocer a unos cuantos.
Llevamos a Diego a casa en la furgoneta de Paco.
Nos aseguramos de que entrara al edificio, una finca vieja pero limpia, con ropa colgada en los balcones y la luz del portal medio fundida.
Por las escaleras se veían fotos. En casi todas salía su padre con uniforme, con casco de obra, con chaleco reflectante, riéndose.
—No se lo digan a mamá, por favor —suplicó Diego—. Se va a enfadar si sabe que salí tan tarde.
—Nuestro secreto —le prometí.
Aquella noche no pegué ojo.
No dejaba de ver a ese niño caminando solo por las calles oscuras con su tesoro de monedas, dispuesto a contratar un padre falso para no sentirse menos que los demás.
Hice unas cuantas llamadas.
Y esas llamadas hicieron su trabajo.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






