A las ocho y media en punto, al día siguiente, aparecimos delante de la escuela San Miguel.
No con dos o tres camiones.
Con más de veinticinco vehículos: camiones pequeños, furgonetas de reparto, cabezas tractoras sin remolque.
Vinieron compañeros de otras cooperativas, viejos amigos del ejército que ahora conducían autobuses, taxistas que trabajaban de noche y se quedaron sin dormir.
Diego estaba en la puerta con su mochila. Cuando nos vio, se quedó con la boca abierta.
—Yo… yo no puedo pagar a todos —balbuceó.
—Cierra el pico, chaval —dijo Paco, pero sonriendo—. Tu padre ya pagó hace años. Pagó con todo.
La directora, la señora Paredes, salió casi corriendo hacia nosotros, con un chaleco de colores y una carpeta en la mano.
—¡Pero qué es esto! ¡No pueden aparcar aquí! ¡Esto es un colegio!
Bajé de la cabina con calma.
—Buenos días, directora. Venimos al Día de las Familias y las Profesiones.
—Ese día es solo para los padres de los alumnos —respondió, nerviosa, mirando los camiones como si fueran monstruos.
—Somos la familia de Diego López —dije—. Venimos por él.
Miró al niño.
—¿Esta es tu familia, Diego?
Antes de que él pudiera responder, di un paso adelante.
—Su padre fue Cabo Primero Javier López. Murió en servicio. Estos hombres fueron compañeros suyos, o lo son de otros caídos. Somos la familia que le queda.
—No es así como funciona este día —replicó la directora—. Cada niño trae a un progenitor. Uno.
—Pues Diego no tiene uno —dijo Paco con calma—. Tiene veinticinco. Y todos vamos a entrar.
—Si insisten, tendré que llamar a la policía —amenazó ella, apretando la carpeta.
—Llámeles —dijo Lucho, quitándose la gorra—. El jefe del turno de mañana pasa por aquí a dejar a su hijo todos los días. Ya le explicaremos que su colegio deja fuera a los niños cuyos padres han muerto.
La cara de la directora se puso roja.
—No es discriminación. Son normas.
—Normas que castigan a los niños sin padre —dije yo.
La gente empezaba a reunirse.
Padres con trajes, madres con batas de trabajo, abuelos, profesoras.
Todos miraban.
Y entonces la vimos.
La madre de Diego venía corriendo desde la parada del autobús, con el uniforme de limpieza, el cabello recogido a la carrera.
—¡Diego! ¿Qué has hecho? —gritó, casi sin aire—. ¿Qué es todo esto?
El niño se encogió.
—Mamá, yo…
—Señora López —intervine—. Su hijo vino anoche a vernos. Tenía miedo de que lo castigaran por no tener padre en este acto. Nos pidió ayuda.
Ella se volvió hacia la directora.
—¿Es verdad?
—Las normas del centro son muy claras… —empezó la señora Paredes—. Cada alumno debe venir acompañado de…
—¿Normas? —la voz de la madre cortó el aire como un cuchillo—. Mi marido murió trabajando para este país. Mi hijo se ha quedado sin padre. Y usted lo va a castigar por eso.
—No es un castigo. Es solo…
—Claro que es un castigo —dije—. Y no solo para él. Para todos los niños que han perdido a alguien.
Levanté la voz lo justo.
—¿Cuántos de ustedes sabían que hoy los niños sin padre iban a quedarse apartados en una aula mientras los demás presumían de familia? —pregunté a los padres.
Algunos se miraron incómodos. Una madre levantó la mano. Luego otra.
—¿Y a nadie le pareció injusto? —añadió Paco.
Silencio.
De repente, Diego rompió a gritar.
—¡Mi papá está muerto! —lloró—. ¡Muerto! Y no va a volver nunca. ¿Y por eso me quieren encerrar en otra clase? ¡Yo solo quería que alguien hiciera de él un ratito!
Su madre lo abrazó fuerte.
—Hijo, no tenías que…
—Sí tenía, mamá —sollozaba—. Porque la seño dijo que no había excepciones. Y todos se rieron. Todos me miraron porque sabían que yo no podía llevar a nadie.
El patio se quedó mudo.
La directora carraspeó.
—Quizá podamos hacer una excepción en este caso concreto…
—No —dije—. No queremos una excepción. O entra Diego con toda su familia, o entramos todos como visitantes, o no entra nadie.
—Eso no se puede —murmuró ella.
—Mire, señora —dijo Lucho—. Ese niño ya ha perdido bastante. No vamos a dejar que también pierda su dignidad por una norma mal pensada.
Un padre con traje dio un paso adelante.
—Mi hermana es militar —dijo—. Sé lo que es despedir a alguien en el aeropuerto sin saber si volverá.
Miró a Diego.
—Si él no entra, yo tampoco entraré con mi hija.
—Papá… —susurró la niña a su lado.
—Lo siento, Lucía, pero hay cosas que son más importantes que enseñar mi trabajo.
El hombre se volvió hacia la directora.
—O entra Diego con estos señores, o nosotros nos vamos.
—Yo también —dijo otra madre.
—Y yo.
—Y nosotros.
En cinco minutos, la mitad de los padres estaban de nuestro lado.
La señora Paredes tragó saliva. Vio los camiones, los chalecos reflectantes, los niños mirando, y hasta una moto de la policía local que acababa de parar delante del colegio para dejar a un crío.
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