Pensé que la historia de Bruno y de la bolsita de cuero terminaba ahí, en aquellos paseos de martes por la mañana.
Me equivocaba. Ese fue solo el primer capítulo del legado de mi padre.
Pasaron los meses.
El piso seguía oliendo igual: a tabaco viejo incrustado en las paredes, a café recalentado, a gasóleo pegado a la ropa del armario. Yo había traído mis libros, mi portátil, una cafetera nueva. Pero cada vez que Bruno se levantaba trabajosamente de su manta, parecía que el tiempo retrocedía.
Su paso se volvió más lento. Las escaleras le costaban. A veces, al llegar a la segunda planta, se paraba y me miraba como si quisiera decir: “Dame un minuto, muchacho, las rodillas ya no son lo que eran”.
Yo fingía que no me preocupaba.
— Solo estás haciéndote el interesante, abuelo —le decía, acariciándole las orejas—. Quieres que te lleve en brazos.
Pero una tarde, al bajar, resbaló en el último escalón y cayó de lado con un gemido ahogado.
Fue la primera vez que sentí auténtico pánico desde que murió mi padre.
Lo llevé a la clínica veterinaria del barrio, un local pequeño con pósters descoloridos de gatos sonrientes. La veterinaria, una mujer de unos cincuenta años, lo examinó con delicadeza, palpando sus patas, escuchando su corazón con el fonendo.
— ¿Bruno Herrera, verdad? —preguntó, mirando la pantalla del ordenador.
— Sí —respondí—. Antes era de mi padre.
Ella sonrió, pero fue una sonrisa rara. Una mezcla de ternura y de algo que se parecía mucho a respeto.
— Lo sé. Tu padre venía siempre los sábados por la tarde. No para traer al perro. Para preguntar si había alguna factura que se hubiera quedado sin pagar. “De esas que duelen”, decía él. Las de gente mayor, de familias que se han quedado sin trabajo… De vez en cuando, sacaba la cartera y arreglaba una o dos.
Me tragó la saliva. Otra pieza del rompecabezas.
— ¿Y Bruno?
La sonrisa se desdibujó un poco.
— Bruno es muy mayor, Diego. Su corazón está cansado, sus articulaciones también. No sufre ahora mismo, pero tendrás que ir preparándote.
Esa frase cayó en mi pecho como una piedra dentro de un pozo.
Preparándote.
Yo no me había preparado ni para la muerte de mi padre. ¿Cómo iba a prepararme para perder al último ser vivo que olía como él?
Las semanas siguientes, nuestros paseos cambiaron.
Ya no eran recorridos largos, sino pequeñas etapas. A veces llegábamos solo hasta la ferretería, otras solo hasta la parada del autobús. Y sin embargo, la gente nos esperaba igual.
Don Manuel, el ferretero, empezó a guardar la bolsita de cuero con más cuidado, como si supiera que cada vez que la abría podía ser una de las últimas.
La agente de tráfico, la de chaleco reflectante, se agachaba para abrazar a Bruno despacio, sin apretarlo demasiado. David, el chico de la mochila enorme, ya no lloraba cada mañana, pero seguía apoyando la frente en la de Bruno unos segundos antes de subir al autobús, como si recargara alguna batería invisible.
En la biblioteca, la señora de la cadenita leía más despacio cuando él estaba.
— Para que le dé tiempo a entender todos los poemas —bromeaba.
Bruno se tumbaba en la alfombra roja, cerraba los ojos y respiraba hondo, como si estuviera memorizando cada sílaba.
Yo, mientras tanto, empecé a fijarme en detalles que antes se me escapaban.
Una señora que bajaba siempre en bata para dejar, casi a escondidas, una bolsita de croquetas junto a la puerta. Un adolescente con sudadera con capucha que se agachaba a acariciar a Bruno solo cuando creía que nadie lo miraba. Un anciano que se asomaba a la ventana del primero y levantaba la mano en un saludo mínimo, militar.
Mi padre había tejido algo que seguía funcionando aun sin él. Y Bruno era la hebra que lo mantenía todo unido.
Una noche de lluvia, mientras Bruno dormía roncando a los pies del sillón de mi padre, la luz del pasillo parpadeó y se apagó del todo. Fui a buscar una linterna al cajón donde mi padre guardaba pilas, destornilladores, papeles.
Rebuscando entre facturas viejas y albaranes, encontré algo que no había visto antes: una libreta pequeña, de tapas azules, con la esquina doblada.
En la portada, con su letra irregular, mi padre había escrito: “Rutas”.
No eran rutas de camión.
Eran direcciones.
Calle de la Rosa, 14 – bombilla
Portal 3, 4ºB – leche / pañales
Plaza Mayor, banco central – niño con mochila azul
Biblioteca municipal – jueves, lectura
Clínica veterinaria – preguntar por facturas pendientes
Y así, hoja tras hoja, con anotaciones al margen:
“Viuda. Lloraba en la escalera”.
“Niño nuevo en el barrio. No habla mucho”.
“Se quedó sin trabajo. No quiere decirlo”.
A mitad de la libreta, había una frase subrayada dos veces:
“SI YO FALTO, LA RUTA SIGUE CON DIEGO + BRUNO (mientras pueda)”.
Al lado, una flecha apuntaba a un bolsillo dibujado. Debajo, tres palabras:
“Debajo del cajón”.
Mi corazón empezó a latir más fuerte. Metí la mano por detrás del cajón, entre la madera y el fondo del mueble. Mis dedos chocaron con algo rígido, frío.
Era un sobre de banco, con el logo de una entidad que ni siquiera sabía que mi padre usaba. Dentro, había un par de billetes grandes, doblados con cuidado, y un papel con otra nota:
“Para cuando Bruno necesite medicinas, análisis o despedirse sin dolor. No escatimes. Él hizo el trabajo que yo no supe hacer”.
Me senté en el suelo, con la libreta en una mano y el sobre en la otra, mientras Bruno resoplaba en sueños.
Mi padre, el hombre de los gruñidos, había previsto hasta eso.
Al día siguiente, recibí una llamada de mi prima, Ana.
— Oye, Diego, ¿has pensado qué vais a hacer con el piso? —preguntó, sin rodeos—. Podrías vender, ahora los precios están bien. Sería lo más lógico, ¿no? Tu padre no querría que te ataras.
Me mordí la lengua.
Antes, habría estado de acuerdo. Venderlo, empezar de cero en otro sitio, cerrar capítulo. Pero ahora…
Miré a Bruno, que me devolvió la mirada desde su manta, con la bolsita de cuero colgando del collar.
— No estoy seguro —respondí—. Aquí estoy trabajando bien. Y Bruno… Bruno necesita sus rutas.
— Es solo un perro, Diego —dijo ella, con tono cansado—. Y la gente siempre se acostumbra. Ya se buscarán otra cosa.
Miré la libreta azul sobre la mesa. No eran solo “otra cosa”. Eran nombres, direcciones, vidas que se sostenían con hilos que nadie veía.
— Ya te diré algo —corté, porque de repente sentí que me temblaba la voz.
Al colgar, comprendí que había llegado el momento en que tenía que elegir qué tipo de hijo quería ser: el que vende rápido y pasa página, o el que se queda y se ensucia las manos con las historias que otros dejan tiradas.
Bruno tomó la decisión por mí.
Una mañana, al salir, en lugar de girar hacia la ferretería, me arrastró con sorprendente energía hacia una calle que nunca habíamos recorrido juntos.
— Eh, tranquilo, abuelo, que yo aquí me pierdo —protesté, intentando seguir su ritmo.
Se detuvo delante de un bar de carretera en miniatura, encajado entre dos edificios: “Café Kilómetro Cero”. El rótulo estaba medio fundido, la puerta, descascarillada. Dentro, el ambiente olía a café fuerte, a bocadillos de tortilla y a desvelo.
En la barra, tres hombres con chaleco de trabajo y botas manchadas de polvo dieron media vuelta al ver a Bruno.
— ¡Pero míralo quién está aquí! —exclamó uno, con bigote canoso—. El copiloto de José.
Bruno, como si hubiera ensayado aquella entrada mil veces, se sentó y apoyó la cabeza en el muslo del hombre, que se agachó para abrazarlo con fuerza.
— ¿Tú eres el hijo? —preguntó otro, mirándome con curiosidad.
Asentí.
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