La sala estaba tan en silencio que hasta el suave ruido de las hojas de papel sonaba fuerte. La luz entraba por las ventanas altas, atrapando el polvo en el aire como si fueran copos de nieve lentos.
Al fondo, las cámaras esperaban, luces rojas encendidas, listas para transmitir lo que muchos creían que sería una simple vista de divorcio más.
Pero aquella mañana no tenía nada de normal.
En la mesa del demandante estaba sentado Alejandro Llorente, elegante director general de Llorente Grupo, una multinacional con oficinas de cristal y una imagen impecable. Su traje azul marino estaba perfecto, la corbata recta, el reloj caro brillando cada vez que movía la muñeca.
Todo en él gritaba control.
A su lado, su abogado le decía algo en voz baja, pero Alejandro apenas le escuchaba. Tenía la mirada fija en la mujer al otro lado de la sala.
Clara estaba sentada en la mesa de la defensa.
El pelo oscuro recogido en una trenza sencilla, el rostro pálido pero firme.
Una mano descansaba sobre su vientre, protegiendo la curva suave de su embarazo.
La otra apretaba un pañuelo doblado.
Evitaba mirar a Alejandro.
Debajo de la manga, apenas visible, se adivinaba un moretón amarillento en el brazo. Un detalle pequeño, pero suficiente para contar una historia que aún nadie se atrevía a decir en voz alta.
Los periodistas susurraban entre sí.
La jueza todavía no había entrado, pero la tensión llenaba la sala.
El caso no era famoso solo por el dinero en juego, sino por los rumores: control, amenazas, empleados que desaparecían de los registros de la empresa de un día para otro.
Durante semanas, los periódicos habían insinuado lo mismo:
que detrás de las torres de cristal de Llorente Grupo había algo podrido.
Se abrió la puerta detrás del estrado.
—En pie —ordenó el alguacil.
Todas las personas en la sala se levantaron. El ruido de las sillas arrastrándose sobre el mármol resonó como un trueno corto.
Clara contuvo la respiración.
La jueza entró con pasos tranquilos, la toga negra moviéndose como una ola. El pelo, ya plateado, recogido en un moño bajo.
A los ojos del público era simplemente la jueza Teresa Morales, conocida por su firmeza y su sentido de la justicia.
Para Clara, era algo más.
Era la mujer que la había criado diciéndole que la verdad siempre acaba saliendo a la luz.
Alejandro no notó la tensión.
Se ajustó los gemelos, esbozó una media sonrisa arrogante.
—Que esto sea rápido —murmuró a su abogado—. Tengo cosas más importantes que hacer.
La vista empezó con las formalidades de siempre. Voces que suben y bajan, documentos que pasan de mano en mano.
Pero bajo esa capa de rutina, algo peligroso se estaba acumulando.
El abogado de Clara habló primero. Señaló movimientos extraños de dinero, transferencias desde cuentas conjuntas hacia cuentas privadas a nombre de Alejandro.
A medida que mostraba los papeles, el gesto de Alejandro se endurecía.
—Eso es asunto de empresa —soltó de pronto, con tono cortante—. No tiene nada que ver con ella.
La voz de la jueza fue calmada, pero helada:
—Señor Llorente, tendrá su turno para responder. Deje que el abogado termine.
Por un segundo, él dudó.
Pero su ego pesaba más que la prudencia.
—Con todo respeto, señora jueza —dijo, forzando una sonrisa—, mi esposa nunca ha entendido el mundo en el que yo me muevo. Nunca lo ha hecho.
Es… emocional, impulsiva.
Un murmullo recorrió la sala.
Las cámaras hicieron clic casi al mismo tiempo.
Clara cerró los ojos un momento. Se había prometido que no lloraría. No hoy.
Su abogado se volvió hacia ella.
—Señora Llorente, ¿podría describir lo que ocurrió la noche del 14 de agosto?
Los labios de Clara temblaron un instante, pero habló:
—Se enfadó. Yo le pregunté por el dinero que faltaba de la cuenta.
Dijo que era una desagradecida, que no valoraba nada. Intenté irme, pero me agarró del brazo. Me…
—¡Mentira! —bramó Alejandro, levantándose un poco de la silla—. Está mintiendo.
El mazo de la jueza golpeó la madera, seco y contundente.
—Señor Llorente, contrólese.
Pero él no se controló.
Su respiración se aceleró. Los nudillos se le pusieron blancos agarrando el borde de la mesa.
—Quiere arruinarme —escupió, mirando a Clara con odio—. Lo ha hecho desde el principio. Se hace la víctima, inventa historias.
Clara intentó seguir hablando, pero no tuvo tiempo.
Alejandro se levantó de golpe.
La silla chirrió hacia atrás.
Se escucharon varios jadeos.
—Siéntese, señor Llorente —ordenó la jueza Morales.
Él la ignoró.
—¿De verdad crees que vas a quitarme la empresa, mi nombre, mi vida? —rugió—. ¿Crees que puedes irte y hacerme quedar como un monstruo?
Dio unos pasos hacia la mesa de Clara.
Los guardias comenzaron a moverse, pero tarde.
En un solo gesto, rápido y lleno de rabia, la mano de Alejandro cruzó el aire y golpeó la cara de Clara.
El sonido fue brutal.
Una sola bofetada, seca, que pareció rebotar en las paredes.
Los papeles salieron volando.
Clara cayó hacia un lado, llevándose la mano a la mejilla.
—¡Oiga! ¿Está loco? —gritó su abogado.
Los periodistas soltaron exclamaciones, las cámaras parpadearon sin parar. La sala entera se deshizo en gritos, sillas que se movían, gente levantándose.
—¡No me toquen! —bramaba Alejandro, intentando librarse de los agentes—. Se lo merece. Lleva meses mintiendo a todo el mundo.
La mano de Clara temblaba mientras intentaba incorporarse. La marca roja en su mejilla empezaba a oscurecerse.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero no llegaron a caer.
Respiraba con dificultad, pero sus ojos, esos ojos serenos que su madre conocía tan bien, buscaron el rostro de la jueza.
La jueza Morales se levantó despacio.
Solo ese gesto bastó para que la sala se callara.
La autoridad en su postura, la furia contenida en su expresión, hicieron que incluso los guardias se detuvieran un segundo.
—Señor Llorente —dijo, con voz baja pero llena de poder—. Usted acaba de cometer un acto de violencia en mi sala.
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