El poderoso empresario abofetea a su esposa embarazada en el juicio y no imagina quién lo condenará

—Estos son los partes médicos y las denuncias oficiales. Vamos a presentarlo todo junto. El fiscal quiere ampliar la orden de alejamiento, no solo para el juzgado —explicó—. Ningún contacto: ni llamadas, ni mensajes, ni flores, ni recados. Nada.

Clara tragó saliva.

—Suena… definitivo.

—No es definitivo —la corrigió su madre—. Es protección. Lo definitivo vendrá cuando se dicte sentencia.

Al poco, entró el capitán de policía, el mismo que había estado en el juzgado. En esta versión de la historia se llamaba capitán Javier Medina, y su uniforme seguía impecable a pesar de la lluvia que brillaba en sus hombros.

Se quitó la gorra y saludó con respeto.

—Señora Llorente. Señora jueza.

—Capitán —dijo Teresa—, supongo que trae novedades.

Él asintió y dejó otra carpeta sobre la mesilla.

—Hemos formalizado la acusación por agresión. La fiscalía se está moviendo rápido. También han vinculado la grabación de la sala y el vídeo de la aparición en directo que hizo ayer.

Clara lo miró con ansiedad.

—¿Sigue detenido?

—De momento sí —respondió Medina—. Está en un centro de detención, a la espera de comparecer de nuevo. Su abogado está pidiendo libertad bajo fianza, pero con la orden de alejamiento y todo el escándalo público, lo tendrá difícil.

Teresa entrelazó los dedos.

—¿Qué condiciones están planteando?

—Arresto domiciliario, pulsera telemática, nada de actos públicos y, por supuesto, ningún contacto contigo —respondió el capitán.

Clara dejó caer los hombros.

—Es curioso —dijo, en voz baja—. Durante años soñé con el día en que dejaría de tenerlo encima de mí todo el tiempo. Pensaba que me sentiría sola. Y ahora… es como volver a respirar.

Medina asintió despacio.

—La libertad suele empezar así —dijo—. Rara, silenciosa… pero real.

El monitor siguió marcando el latido del bebé, firme y constante. El capitán miró la pantalla un momento.

—Ese sonido —añadió—, es razón suficiente para que no soltemos este caso.

Teresa sonrió de lado.

—Tiene usted un lado poético, capitán.

Él se encogió de hombros.

—Yo lo llamo sentido común.

Su móvil vibró. Salió un momento al pasillo. Cuando volvió, la expresión se le había endurecido.

—Son sus abogados —dijo—. Acaban de presentar un escrito diciendo que la orden de alejamiento viola sus derechos.

Los ojos de Clara se llenaron de alarma.

—¿Puede acercarse de nuevo a mí?

—No —contestó él, rápido—. La orden sigue en vigor. Una petición no la suspende. De momento es solo ruido. La ley sigue de tu lado.

Teresa suspiró.

—Intenta intimidarnos por papeles, ahora que ya no puede hacerlo a gritos.

El capitán asintió.

—Por eso vamos a aumentar también la vigilancia alrededor de tu casa y tu trabajo —añadió, mirando a Clara—. Y el sistema de cámaras del hospital está conectado directamente con nuestra central. Si aparece, lo sabremos.

Por primera vez en mucho tiempo, Clara pudo esbozar una pequeña sonrisa cansada.

—Gracias, capitán.

—No tienes que darme las gracias —respondió él—. Solo tienes que darte a ti misma la oportunidad de estar en paz.


Los días siguientes pasaron lentos, pero cada uno traía un paso más.

Clara se fue a vivir temporalmente con su madre. La casa olía a jazmín y a libros, una mezcla tranquila que ella recordaba de niña.
Podía sentarse junto a la ventana sin mirar constantemente el móvil, sin saltar cada vez que sonaba un coche en la calle.

Pero la calma traía también otra cosa: recuerdos.
Y preguntas.

Una tarde lluviosa, el timbre sonó.
Teresa abrió la puerta y se encontró al capitán Medina con una caja de cartón grande entre las manos. El uniforme estaba salpicado de gotas de lluvia.

—Hemos encontrado cosas —dijo, serio—. Muchas.

Entró en el despacho, una habitación llena de libros de derecho y viejas fotos enmarcadas. Puso la caja sobre la mesa y la abrió. Dentro había carpetas, discos duros y varios sobres.

—Ejecutamos un registro en Llorente Grupo —explicó—. Buscábamos correos y documentos sobre la agresión y el intento de control de las grabaciones. Pero apareció algo más.

Le entregó a Teresa una carpeta pequeña con una etiqueta sencilla:
«Grabaciones internas – confidencial».

Al abrirla, aparecieron fotografías impresas en blanco y negro.
Clara se vio a sí misma, desde arriba, en la cocina, en el salón, en la terraza. Siempre sola. Siempre sin saber que la miraban.

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