El poderoso empresario abofetea a su esposa embarazada en el juicio y no imagina quién lo condenará

—Se abre la sesión —anunció el juez—. Estamos aquí para decidir la acusación formal contra el señor Alejandro Llorente.

El fiscal enumeró los cargos: agresión, desacato, control coercitivo, fraude.
Pidió que se admitiera todo para juicio.

Luego llamaron a Clara.

Entró con pasos lentos pero firmes. Juró decir la verdad y se sentó.

Su voz era suave, pero resonó en toda la sala.

—Viví con Alejandro seis años —empezó—. Al principio creí que me quería. Con el tiempo empezó a decidir qué me ponía, a quién veía, cuándo salía. Yo pensaba que era preocupación. Después entendí que era control.

Diego intentó hacerle preguntas difíciles, pero ella respondía sin elevar la voz, sin perder la calma. Cada respuesta desmontaba un cuento que Alejandro había repetido durante años.

—¿Está diciendo que su marido siempre fue violento? —insistió él.

—No. Estoy diciendo que siempre quiso tener el poder —respondió Clara—. Y cuando perdió el control, la violencia fue lo único que le quedó.

Luego subió al estrado el capitán Medina. Explicó cada prueba: las cámaras ocultas, los movimientos de dinero, las amenazas por mensaje. En la pantalla apareció uno de ellos, proyectado:

«Si vuelves a dejarme en ridículo delante de alguien, te vas a arrepentir.»

El juez lo leyó en silencio.

—¿Este mensaje salió de su teléfono, señor Llorente? —preguntó.

Alejandro tragó saliva.

—No recuerdo haber escrito eso.

—Fue enviado desde su número, dos días antes de la agresión —aclaró el capitán.

El ambiente se tensó.
Diego susurró:

—No hables. No reacciones.

Pero Alejandro no pudo.

—¡Me provocó! —soltó—. Siempre me provocaba. ¿Es que nadie ve eso? Me empujó a perder los nervios.

El mazo del juez golpeó con fuerza.

—Señor Llorente, otra explosión como esa y suspendo su derecho a estar presente.

La sala quedó en silencio.
Aquella escena era un espejo de la anterior en el juzgado, solo que esta vez nadie miró a Clara. Miraron a él. Y vieron lo que antes no querían ver.

Por la tarde, el juez anunció su decisión:
las pruebas eran suficientes.
Todos los cargos pasarían a juicio.
La fianza quedaba revocada.

Alejandro fue esposado allí mismo. Esta vez no protestó. El sonido del clic de las esposas sonó casi liberador para Clara.

Lo sacaron por una puerta lateral, lejos de los flashes. Pero algunos periodistas lo vieron por el cristal: traje arrugado, mirada perdida, la espalda encorvada.

En el pasillo, Clara se sentó en un banco mientras Teresa hablaba con el fiscal.
El capitán Medina se acercó.

—Has estado muy bien —le dijo—. No tendrás que repetir tu testimonio en esta fase. Lo de hoy basta.

Clara le miró.

—Gracias por todo.

—Tú hiciste lo difícil —respondió él—. Decir la verdad mirándole a la cara.

Cuando salió del edificio, el sol de la tarde entraba por el techo de cristal del vestíbulo. Los periodistas gritaban su nombre, pero ella no se detuvo. Caminó junto a su madre hasta el coche.

—Ya está —dijo Teresa—. El caso está en marcha. Lo que quede, ya no depende de ti.

—No —contestó Clara, mirando por la ventanilla—. Pero por primera vez siento que depende de algo justo.


Esa noche, todos los canales emitieron las mismas imágenes:
Alejandro, entrando en un furgón policial;
la sede de Llorente Grupo;
paneles con su cara junto a la palabra «escándalo».

El consejo de administración se reunió otra vez. Esta vez, sin él.

Votaron por unanimidad su destitución. Congelaron sus cuentas. Pidieron cambiar el nombre de la empresa. En pocos días, la palabra «Llorente» empezó a desaparecer de las tarjetas, de la web, del edificio.

En el salón de casa de su madre, Clara vio en la televisión cómo quitaban las letras metálicas de la fachada de cristal.

Teresa estaba detrás de ella, de pie.

—Has recuperado tu vida —dijo, sin apartar la vista de la pantalla—. Ese es el único imperio que importa.

Clara apretó un cojín entre las manos.

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