Dicen que las segundas oportunidades llegan envueltas en papeles oficiales y firmas.
La mía llegó en forma de un perro con una cicatriz sobre el ojo y un ladrido ronco que hizo girar a todo un pueblo.
Han pasado tres semanas desde el accidente en la carretera nevada.
Aún despierto algunas noches empapado en sudor, convencido de que sigo atrapado bajo el volante, que la nieve vuelve a caer y que Bruno se está enfriando sobre mi pecho.
Entonces oigo el ruido de sus uñas en el suelo del hospital de rehabilitación, su respiración un poco ronca, y sé que estoy aquí, ahora, todavía vivo.
—Buenos días, don Emilio —saluda la fisioterapeuta, empujando mi silla—. ¿Preparado para caminar un poco más hoy?
—Si Bruno viene conmigo, sí —respondo.
Bruno levanta las orejas cuando oye su nombre.
Camina despacio, pero camina.
El veterinario dice que el ojo se curará y que las patas se irán recuperando con reposo.
Tiene doce años, artrosis y un soplo en el corazón… pero también tiene una tozudez que nunca le conocí.
Cada día, mientras doy pasitos por el pasillo agarrado al andador, él va a mi lado, pegado a mi pierna buena.
Una enfermera grabó un vídeo el primer día que puse los pies en el suelo.
Alguien lo subió a internet.
No entiendo bien cómo funciona, pero el agente de la Guardia Civil vino a enseñármelo en su móvil.
—Mire, don Emilio —dijo sonriendo—. Ya tienen hasta un nombre para ustedes: “El abuelo del barranco y el héroe de cuatro patas”.
En el vídeo se me ve temblando, blanco como la pared, agarrado al andador.
Bruno, con su vendaje en la cabeza, tira suavemente de la correa, como si me animara a dar un paso más.
La gente ha escrito mensajes.
“Mi padre también tuvo que dejar a su perro al entrar en una residencia. Ojalá alguien le hubiera ayudado así”.
“Gracias por recordarnos que los viejos y los animales no son estorbos”.
Los leo con incredulidad.
Nunca pensé que mi vida pudiera importar a nadie que no conociera mi nombre.
Mientras tanto, los papeles siguen acumulándose en la mesita de mi habitación.
El informe del accidente.
La baja médica.
El informe social.
Y la tarjeta del vecino del agente, el que alquila el bajo con patio.
Un día, la trabajadora social entra con una carpeta nueva.
Tiene ojeras, pero me mira con una luz distinta a la de la primera vez que nos vimos.
—Traigo noticias, don Emilio —empieza, sentándose a los pies de la cama—. He hablado con la directora de la residencia.
Me tenso.
Bruno, que estaba dormido, levanta la cabeza.
—Le expliqué su caso, lo que hizo Bruno, la colecta del pueblo… —suspira—. Han revisado el reglamento.
—¿Van a dejar entrar perros? —pregunto, incrédulo.
Ella niega despacio.
—Oficialmente, no —responde—. Pero… han decidido algo distinto.
Abre la carpeta y saca unos papeles.
—Tenemos una ayuda de alquiler para mayores con pocos recursos. Y, gracias a la colecta, puede cubrir la fianza y los primeros meses del bajo con patio. El propietario acepta perros. Incluso ha dicho que Bruno puede usar el patio como si fuera suyo.
No sé qué decir.
Durante un momento solo oigo el pitido suave de la máquina que controla mi corazón.
—¿Se da cuenta, don Emilio? —insiste ella, con una sonrisa pequeña—. No es solo que el perro le salvara la vida en la nieve. También le ha encontrado una casa.
Firmo los papeles con manos temblorosas.
Sentir un boli entre los dedos se parece a agarrar el volante de nuevo, pero esta vez no voy hacia un final, sino hacia otra cosa que todavía no sé cómo nombrar.
El día que me dan el alta, el agente viene a buscarme con su coche.
Bruno sube al asiento trasero con un esfuerzo torpe, pero cuando el motor arranca apoya la cabeza en mi hombro, como siempre.
Conduciendo, el agente bromea:
—Ahora sí, viaje de verdad, ¿eh, compañero? Sin barrancos, se lo prometo.
—Con tal de que haya calefacción, me conformo —respondo.
El bajo está en las afueras del pueblo, cerca de un camino de tierra que lleva a unos campos.
La fachada es vieja, manchada de humedad.
A mí me parece un palacio.
Dentro huele a pintura reciente y a polvo.
Hay una cocina pequeña, una habitación con una cama individual y, sobre todo, una puerta de cristal que da a un patio con suelo de cemento y una esquina de tierra donde alguien ha plantado un rosal.
—Si quiere, puedo venir este fin de semana a ayudarle con unas baldas —dice el agente—. Mi hijo tiene herramientas.
No estoy acostumbrado a que me ofrezcan ayuda sin pedir nada a cambio.
Asiento, tragando saliva.
Bruno sale al patio, olisquea la tierra, levanta la pata con dignidad.
Es su manera de decir “hogar”.
Esa noche duermo mal.
No porque me duela la pierna, sino porque el silencio ya no es el de un hospital, sino el de una casa en la que aún no hay recuerdos.
Me levanto cojeando, abro la puerta del patio.
Hace frío.
El aire huele a humo de chimenea y a noche vieja.
Bruno está tumbado junto a la puerta, como si hiciera guardia.
Me mira y mueve la cola.
—Lo hemos conseguido, viejo —le digo—. No es la carretera ni la cabina de un camión… pero es nuestro.
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