El viaje que empezó como un adiós y terminó salvando dos vidas para siempre

Los días se van llenando de pequeñas rutinas nuevas.

La visita semanal al centro de salud.

Las revisiones en la clínica veterinaria.

Los paseos cortos hasta el banco de la plaza, donde algunos vecinos ya conocen nuestros nombres.

—¡Mira, ahí viene el del vídeo! —gritan unos niños—. ¿Puedo acariciar a Bruno?

Al principio me incomoda.

Luego empiezo a contar la historia cada vez con menos vergüenza y más asombro.

Un jueves por la tarde, mientras espero mi turno en la consulta, veo un cartel en el tablón.

“Se buscan voluntarios para acompañar a mayores de la residencia. Paseos, lectura, compañía.”

Pienso en la habitación que rechacé.

En los ojos cansados de los hombres que, como yo, han conducido media vida sin que nadie les pregunte cómo están.

Pienso en las normas en mayúsculas, en las letras que dicen PROHIBIDO, en los corazones en minúsculas que no salen en ningún reglamento.

Vuelvo a casa con el papel doblado en el bolsillo.

Esa noche, mientras Bruno ronca a los pies de mi cama, lo abro de nuevo.

Cojo el teléfono.

—Buenas… llamo por lo del cartel de voluntariado —digo, sintiéndome torpe—. Me llamo Emilio. Tengo una cadera de metal, un perro medio viejo y muchas historias de carretera. No sé si les servirá.

Al otro lado, una voz se ríe suavemente.

—Nos servirá, don Emilio. Y estoy segura de que también les servirá a ustedes.

Cuelgo.

Miro a Bruno.

Sus ojos, pese al cansancio, siguen brillando con esa confianza de perro que nunca ha leído un reglamento.

Me siento en el borde de la cama y le rasco detrás de la oreja buena.

—Al final va a resultar que tenías razón —le susurro—. No era nuestro último viaje. Era solo el principio de otro camino.

En la mesita, junto a los restos de la carta de desahucio, descansa ahora la llave del bajo.

Pequeña, fría, sencilla.

Cuando la cierro en el puño, siento lo mismo que cuando apoyaba la mano en el pelaje cálido de Bruno en aquel barranco helado.

La certeza de que, mientras sigamos respirando los dos, siempre habrá una ruta más por trazar.

Juntos.

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