—¿De verdad? Porque anoche mamá dejó claro que mi situación económica daba igual. Dijo que yo era un fracaso porque no estaba casada ni tenía hijos.
—No lo decía en serio.
—Sí lo decía. Y todos asentisteis.
Diego se levantó y fue hacia la ventana, desde donde se veía mi playa privada.
—El resto de la familia quiere verte —dijo—. Para pedirte perdón.
—¿Quieren pedir perdón a mí… o a la multimillonaria?
—A las dos cosas, supongo.
—Ahí está el problema, Diego. No podéis separarlas. No podéis quererme por mi dinero y avergonzaros de mis decisiones al mismo tiempo.
—Nunca nos avergonzamos de ti.
—¿No? Porque anoche mamá le dijo a un restaurante entero que yo estaba muerta para vosotros.
—Estaba enfadada.
—Estaba siendo sincera. Por primera vez en años, dijo lo que realmente pensaba.
—¿Qué quieres de nosotros, Sofía? —preguntó al fin.
—Quiero que me veáis. De verdad. No a la hija que ojalá hubierais tenido. No a la hermana que imaginasteis. A la mujer que soy.
—Te estamos viendo ahora.
—¿Sí? ¿O solo estáis viendo la cuenta bancaria?
Era la misma pregunta que yo me hacía en cada relación desde que había ganado dinero: ¿me valoran a mí o a lo que puedo darles?
—No sé cómo responder —admitió Diego.
—Pues quizá deberías averiguarlo antes de que tengamos otra cena en familia.
Cuando se fue, pasé el resto del fin de semana revisando los mensajes que se habían acumulado: diecisiete notas de voz de mamá, pasando de la rabia a la desesperación y luego a la súplica; cuarenta y tres mensajes de distintos familiares, la mayoría pidiendo reuniones o explicaciones.
Pero fue el último mensaje, enviado a las dos de la madrugada, el que me hizo dudar. Era de papá: «Hija, he visto las noticias sobre tu trabajo solidario. No tenía ni idea. Estoy orgulloso de lo que has construido, pero me avergüenzo de cómo te hemos tratado. ¿Podemos empezar de nuevo?».
Me quedé mirando la pantalla mucho rato antes de contestar: «Podemos empezar de nuevo si puedes estar orgulloso de mí por quien soy, no solo por lo que he logrado».
Su respuesta llegó al momento: «Estoy dispuesto a intentarlo».
Seis meses después, mi familia empezó a venir a cenar los domingos a la finca. No porque se hubieran transformado de la noche a la mañana, sino porque por fin habían empezado a hacer mejores preguntas. Mamá comenzó a colaborar como voluntaria en una de mis fundaciones educativas. Papá empezó a asistir a algunas de mis charlas, no para presumir de hija, sino para entender el trabajo que me movía. Diego me pidió consejos para pasarse al derecho social. Marisa me pidió ayuda con inversiones responsables.
Estaban aprendiendo a verme como era, no como creían que debía ser. No fue una reconciliación perfecta. Años de problemas familiares no desaparecen en unos meses. Pero fue un comienzo.
Y a veces, eso es lo único que se necesita: un comienzo, y el valor de exigir el respeto que mereces. Incluso a las personas que se supone que deben quererte incondicionalmente.
Un año después, en una gala benéfica, mamá me presentó así:
«Esta es mi hija Sofía, la que me enseñó que el éxito tiene muchas formas, y que la más importante es ser fiel a uno mismo».
Fue la primera vez que me presentó sin disculparse por quien yo era.
Y la primera vez que sentí, de verdad, que tenía un lugar en mi propia familia






