En el funeral de mi abuelo todos recibieron millones y yo solo un billete: nadie imaginó lo demás

Una palabra encendió una luz en mi cabeza.
La empresa de transporte marítimo de mi padre.

Recordé las veces que el abuelo decía que el negocio de mi padre podría crecer más si se gestionaba de otra forma.
Recordé también los suspiros de mi padre, las noches que se quejaba del estrés, de los préstamos, de los barcos nuevos que todavía no se habían pagado.

Esa noche, en el restaurante principal del complejo, cené con Sara.

Comida exquisita, platos de diseño, copas de cristal fino.

Pero mi mente estaba en otra parte.

—Sara —pregunté, fingiendo casualidad—, si alguien quisiera comprar una empresa mediana, digamos… de transporte marítimo, valorada en unos treinta millones, ¿cómo sería ese proceso?

Ella alzó una ceja, divertida.

—Treinta millones, para un fideicomiso de su tamaño, es casi un proyecto pequeño. Se podría hacer a través de una de nuestras sociedades ya existentes. Una oferta generosa, todo en efectivo, y podría cerrarse en cuestión de semanas.

—¿De verdad tan rápido?

—Si la empresa está sana, pero con problemas de liquidez, sí. A veces, los propietarios se sienten aliviados de vender a un grupo sólido. ¿Esa empresa de transporte es interesante… por algún motivo? —preguntó con una sonrisa que lo decía todo.

Miré mi copa.

—Digamos… que podría estarlo.

Más tarde, ya sola en la suite, llamé a Alejandro.

—Quiero plantearte una idea —dije, andando de un lado a otro, sin poder quedarme quieta.

Lo escuché acomodarse al otro lado de la línea.

—Te escucho.

—La empresa de mi padre. Está bien posicionada, tiene rutas estables, pero está ahogada por las deudas de la expansión. Si llega un comprador con dinero y visión, podría salvarla… y convertirla en parte de algo más grande.

—¿Quieres adquirirla? —preguntó, directo.

—Quiero salvarla —respondí—. Y, sí, quiero controlarla. Él nunca me ve como alguien capaz de entender su mundo. Sería… —busqué las palabras— una forma de protegerlo y, al mismo tiempo, de demostrarme a mí misma de qué soy capaz.

Hubo un silencio corto.

—Abril, sería tu primera gran decisión como milmillonaria. Y afectaría directamente a tu familia. ¿Estás preparada para esa mezcla?

Miré por la ventana.
La ciudad brillaba como un tablero de ajedrez iluminado.

—Mi familia no sabrá que soy yo —dije al fin—. Para ellos será un grupo de inversores extranjeros. De hecho, es mejor que lo vean así. Juzgarán la oferta por lo que es, no por quién la hace.

—¿Y estás cómoda con esa… discreción? —preguntó suavemente—. Algunos la llamarían engaño.

Pensé en la risa de mi madre, en el comentario cruel, en la forma en que todos se habían burlado de mi sobre.
Pensé en años de ser la que ayudaba en silencio, sin protagonismo.

—Por ahora, sí —respondí—. No quiero venganza, Alejandro. Quiero opciones. Y quiero aprender a jugar bien esta partida.

—Entonces iniciaremos el análisis de la empresa —dijo—. Encargaré un informe completo: deudas, activos, contratos, personal. Te enviaremos resultados en pocos días.

Colgué con el corazón acelerado.

No solo era dueña de hoteles y casinos.
Estaba a punto de convertirme, tal vez, en la dueña de la empresa que definía la identidad de mi familia desde hacía décadas.


Cuando volví a mi pequeño apartamento en la ciudad donde vivían mis padres —una ciudad tranquila, lejos del brillo de Mónaco y Las Vegas—, el contraste era brutal.

Por la mañana, videollamada con un equipo de adquisiciones en Oriente Medio hablando de un posible resort en el desierto.
Por la tarde, el supermercado de siempre, los mismos pasillos, las mismas caras.

Una noche, mientras cenaba sola, sonó el teléfono.

Era Sara.

—Abril, ya tenemos el análisis de la empresa marítima de tu padre —dijo sin rodeos—. Tal y como sospechabas: rentable en teoría, pero ahogada por las deudas de la expansión. Mucho barco nuevo, poco efectivo disponible.

—¿Es… salvable?

—Sí, pero necesita una inyección de capital grande y rápida. Si no, en menos de un año tendrá que vender activos o endeudarse aún más. Una oferta nuestra, bien planteada, sería como lanzarles un salvavidas.

—¿Plazo?

—Podríamos presentar una oferta formal la próxima semana, a través de una de nuestras sociedades. Buen precio, condiciones generosas para mantener al personal, y nada que la conecte directamente contigo.

Miré por la ventana hacia el barrio donde vivían mis padres.

—Hazlo —dije al fin—. Una oferta seria, pero justa. Quiero que, si aceptan, sea porque es el mejor movimiento para la empresa… no porque se sientan presionados.

—Entendido. Y, Abril… —añadió—, aunque no lo parezca, esto es también un acto de protección.

Colgué con una mezcla extraña de culpa y satisfacción.

Una parte de mí se sentía mal por mover los hilos desde la sombra.
Otra parte recordaba cada vez que mi opinión había sido descartada por «no saber de negocios».

Poco después, mi madre me llamó.

—Hija, el jueves hacemos una cena en casa. Vamos a organizar algunos papeles de las herencias. Tu padre dice que tú eres buena con las computadoras, que nos puedes ayudar con cosas administrativas.

«Buena con las computadoras.»

Yo, que acababa de revisar un informe de adquisición de varios cientos de páginas.

—Claro, mamá —respondí—. El jueves estaré allí.

El día de la cena, por la mañana, tuve una videollamada con el equipo que analizaba oportunidades en Dubái.
Hablamos de cifras que marearían a cualquiera.

Al colgar, miré el reloj.

Tenía que cambiar el chip: pasar de hablar de proyectos de cientos de millones… a ayudar a mi familia a ordenar sus nuevas cuentas bancarias.


En casa de mis padres, el ambiente era festivo.

Marcos estaba sentado en el sofá, enseñándole a mi padre fotos de coches en su móvil.

—Mira este, papá. Motor impresionante, cuero por todas partes. Con lo que me tocó del abuelo, me alcanza de sobra.

Jimena le enseñaba a mi madre ideas de decoración para la casa de la costa.

—Quiero algo luminoso, con colores claros. Que se vea bien en fotos —decía—. Si lo hago bonito, podré subirlo a redes y quién sabe, quizás me convierto en «influencer» de estilo de vida.

Cuando entré, mi madre me recibió con una sonrisa que no veía tan a menudo.

—Abril, menos mal que has venido. Necesitamos que nos ayudes con los bancos, los correos, esas cosas. Tú eres la más organizada.

Tú eres la más organizada.
No la más valiosa, no la más inteligente.
La más útil.

Nos sentamos a la mesa.
Mi padre levantó la copa.

—Brindemos por el abuelo Roberto —dijo—. Nos ha dejado en una posición que muchos solo sueñan.

Todos alzaron sus copas.
Yo me limité a sujetar la mía sin beber.

—Y por ti, cariño —añadió mi madre, mirando a mi padre—. Por la empresa marítima. Con la inversión de tu padre y tu trabajo, vais a tener años muy buenos.

Yo sabía algo que ellos no: que, sobre el papel, esos «años muy buenos» ya peligraban.

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