Durante el postre, mi padre habló con orgullo de la empresa.
—La expansión fue dura, pero ha merecido la pena. Tenemos más barcos, más rutas. Si todo va bien, podremos competir con empresas más grandes.
—¿Y el flujo de caja? —pregunté con voz neutra—. ¿Tienen reservas para imprevistos?
Hubo un pequeño silencio.
—Vamos tirando —respondió, algo incómodo—. Hay deudas, claro, pero nada fuera de lo normal.
Mi madre soltó una risita nerviosa.
—Ay, Abril, corazón, tú preocúpate por tus niños del colegio —dijo, con tono cariñoso pero condescendiente—. Los negocios son otra cosa, ya sabes. Déjale eso a tu padre.
«Déjaselo a tu padre.»
Tragué saliva.
—El abuelo siempre decía que el flujo de caja era el dato más importante —murmuré.
—Estamos bien —repitió mi padre, quizá más para sí mismo que para mí.
Después de cenar, mientras ayudaba a mi madre con los platos, ella me habló en voz baja.
—No le hagas preguntas complicadas a tu padre, hija. Bastante estrés lleva con la empresa y ahora con todo este dinero. Tú siempre has sido muy buena para apoyar, no hace falta que te metas en lo que no es tu área.
«Lo que no es tu área.»
Sonreí, vacía.
—Claro, mamá. Solo tenía curiosidad.
Esa noche, al llegar a mi apartamento, llamé a Sara.
—Presentad la oferta el lunes por la mañana —dije—. De forma profesional, limpia, con buenos términos para todos. Y, por supuesto, anónima.
—¿Nombre de la sociedad compradora? —preguntó.
—Cualquiera de las que ya usamos para inversiones marítimas —respondí—. Que parezca un grupo extranjero serio, interesado en consolidar la zona.
—Perfecto. La recibirán como una gran oportunidad.
Colgué y me quedé mirando mi reflejo en la ventana.
Mi familia seguía viéndome como la maestra que entiende de correos electrónicos y hojas de cálculo.
El lunes por la mañana, cuando mi padre recibiera una oferta millonaria por su empresa, no tendría ni idea de que la mano que movía esa pieza en el tablero era la mía.
Y esa, pensé, era justamente la lección que el abuelo quería que aprendiera:
cómo pasar de ser un peón invisible a la jugadora que controla la partida.
¿Alguna vez tu familia te ha subestimado tanto que te sentiste invisible en tu propia casa?
Si te ha pasado, ya sabes cómo se sentía la «pobre Abril»… antes de que todos descubrieran quién era realmente.
La oferta llegó un martes por la mañana.
Yo estaba en el colegio, en mi hora de descanso, corrigiendo cuadernos en la sala de profesores, cuando sonó mi móvil.
Era mi padre.
—Abril —dijo, con la voz más tensa de lo normal—. Ha pasado algo… inesperado con la empresa.
—¿Algo malo? —pregunté, aunque ya sabía perfectamente a qué se refería.
—No lo sé —respondió—. Hemos recibido una oferta de compra de un grupo de inversión internacional. De repente, sin avisar.
Puse cara de sorpresa, aunque por dentro estaba siguiendo cada movimiento como en una partida de ajedrez.
—¿Eso es bueno o malo? —repetí.
—Es… muy buena —reconoció—. Casi demasiado buena. Ofrecen más de lo que vale la empresa en libros. Pero no entiendo por qué nos quieren a nosotros. No somos tan grandes.
—¿Qué dice tu abogado?
—Dice que una oferta así no se ve todos los días. Y que el plazo para responder es muy corto. Viernes. Los inversores profesionales no suelen jugar con esos tiempos si no van en serio.
—Quizá ven potencial donde tú solo ves problemas —dije despacio.
Mi padre suspiró.
—Mira, ¿podrías venir a cenar el jueves? Quiero que estemos todos. Siempre has sido buena con los detalles. Me vendría bien otra perspectiva.
Otra perspectiva.
El hombre que nunca tomaba en serio mis opiniones sobre su empresa, de pronto estaba pidiendo mi ayuda.
—Claro, papá —respondí—. El jueves estaré allí.
La cena del jueves tuvo un tono muy distinto a la de la semana anterior.
Nada de brindis alegres, ni chistes sobre herencias.
El ambiente estaba cargado de preocupación.
Los papeles de la oferta estaban extendidos sobre la mesa del comedor, junto con algunos informes impresos.
—El grupo se llama Neptune International Holdings —explicó mi padre, señalando el logotipo—. Supuestamente, son inversores serios en transporte y logística.
—¿Y cuánto ofrecen exactamente? —preguntó Marcos, sin apartar la vista de su móvil.
—Cuarenta y cinco millones —respondió mi padre—. Un treinta por ciento por encima del valor contable de la empresa.
Marcos levantó por fin la cabeza.
—Papá, eso es una locura. Firma ya. Vende.
—No es tan sencillo —replicó él—. He dedicado treinta años a esta empresa. Tu abuelo me ayudó a levantarla. Si vendo, ¿qué hago después? No sé vivir sin ese trabajo.
—Te jubilas, viajas, disfrutas del dinero —dijo Jimena—. No todo el mundo tiene la suerte de recibir una oferta así.
Yo me dediqué a leer la oferta con calma, intentando que no se notara lo familiar que se me hacía cada cláusula.
—¿Qué condiciones ponen sobre los empleados? —pregunté—. ¿Y sobre las funciones de la dirección actual?
Mi padre parpadeó, sorprendido.
—Dicen que mantendrán a toda la plantilla al menos tres años. Y que respetarán la estructura de dirección, salvo cambios puntuales. En teoría, yo seguiría como director general.
Seguí leyendo.
—Las condiciones son buenas —dije al cabo de un rato—. El precio es alto, el pago es al contado, el plazo es rápido. No parece una trampa. Lo único que te frena es… —lo miré— emocional.
Todos se quedaron mirándome.
Mi madre fue la primera en hablar.
—Qué formal hablas, hija. Pareces una economista —dijo, medio en broma, medio en serio.
—He leído mucho estos días —respondí—. Y supongo que algo se me ha pegado del abuelo.
Mi padre se frotó la frente.
—Lo que me preocupa —confesó— es que, si vendo ahora, dentro de unos años descubra que la empresa valía el doble. O que me arrepienta.
—Papá —intervine—, últimamente apenas duermes del estrés. Lo sé. Tú mismo lo has dicho muchas veces. Un buen negocio no solo se mide por los beneficios, sino por lo que te cuesta en salud.
Se quedó callado.
Al final, suspiró hondo.
—Creo que tengo que aceptar —dijo al fin—. Es demasiado dinero para decir que no. Y, siendo sincero, el estrés de la deuda me está comiendo por dentro.
—Entonces no es solo una oferta —comenté en voz baja—. Es una salida.
Después de cenar, mientras recogía los platos con mi madre, ella volvió a hacer lo de siempre: minimizarme.
—Has hecho buenas preguntas, hija —admitió—. No sabía que te interesaba tanto esto.
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