—El abuelo hablaba mucho de negocios conmigo —recordé.
—Sí, pero una cosa es hablar y otra dirigir una empresa —dijo ella con una sonrisa dulce—. Tú eres muy lista, pero tu sitio está con tus niños, en el aula. Eso se te da de maravilla.
«Tu sitio está…»
Sonreí sin contestar.
Si supiera que en pocos días su marido trabajaría, sin saberlo, para su propia hija.
El viernes, a las 16:47, mi padre firmó la venta.
A las 17:15, tenía cuarenta y cinco millones en su cuenta y ya no era dueño de la empresa.
A las 17:30, yo me convertí oficialmente en la propietaria de su vida entera de trabajo.
Celebré en silencio en mi apartamento, con una taza de té, mientras Sara me llamaba desde el otro lado del océano.
—Todo correcto, Abril —dijo—. La compra está registrada. La empresa marítima es ahora una filial de Neptune International Holdings, que, como sabes, está controlada por tu fideicomiso.
—Perfecto —respondí—. Quiero que, de cara a los empleados, no cambie nada. Mismas condiciones, mismo equipo, mismo director general.
—¿Y el antiguo dueño? —preguntó—. ¿Quieres que sepa quién es la propietaria real?
Miré por la ventana, hacia el barrio de mis padres.
—No todavía —dije—. Quiero que, al menos por un tiempo, vea los efectos de una buena gestión sin contaminarlo con el orgullo.
Al día siguiente, mi padre organizó un almuerzo de celebración en un club social al que llevaba años yendo.
—Brindemos por los nuevos comienzos —anunció, levantando la copa—. Por el abuelo Roberto y por las decisiones valientes.
—Y por ti, papá —añadí—. No todo el mundo sabe cuándo es el momento de vender.
—Ha sido difícil —admitió—, pero el dinero me dará libertad. Y ellos, con su red internacional, podrán llevar la empresa mucho más lejos.
Marcos ya estaba planeando el uso del dinero.
—Te digo que necesitas un buen barco, papá. No esos barcos de trabajo. Uno bonito, para pasear, con camarotes.
Yo solo sonreía y escuchaba.
Cuando terminó el almuerzo, pasé en coche por delante de las oficinas de la empresa marítima.
Mi empresa ahora.
Me quedé aparcada un rato, viendo entrar y salir a los trabajadores.
Gente que se levantaba temprano, que pasaba frío, que cargaba y descargaba mercancías, que dependía de la salud de esa empresa para alimentar a sus familias.
—No voy a dejar que nadie juegue con sus vidas —me prometí—. Ni siquiera mi propio orgullo.
Esa noche, llamé a Alejandro.
—Tu primera gran jugada ha salido bien —dijo—. ¿Y ahora?
Miré la pantalla del portátil, donde tenía abiertos informes de negocios de tres países distintos.
—Ahora quiero una casa —contesté—. Una casa que diga, sin palabras, que ya no soy la «pobre Abril».
El lunes siguiente, me reuní con la mejor agente inmobiliaria de la ciudad, una mujer impecable llamada Patricia.
La forma en que me miraba cambió en cuanto le dije mi presupuesto aproximado.
—Busco algo… especial —dije—. Una propiedad grande, con vistas, en una zona tranquila. Pago al contado.
Patricia parpadeó.
—Al contado —repitió—. Entendido.
Pasamos el día visitando mansiones que hasta entonces solo había visto en revistas.
Una casa de diez millones con cine privado.
Otra de doce, con casa de invitados más grande que mi antiguo apartamento.
Y, por último, una finca en lo alto de una colina, con vistas a toda la ciudad, valorada en dieciocho millones.
—Es la joya de la corona —explicó Patricia—. Un terreno enorme, privacidad total, vistas espectaculares. La casa más cara de la zona.
Desde la ventana del dormitorio principal se veía, a lo lejos, el barrio donde vivían mis padres.
Sus tejados pequeños parecían de juguete.
Supe en el acto que esa era mi casa.
—La quiero —dije.
Patricia casi se atraganta.
—¿Quiere… hacer una oferta? —preguntó, recuperando la profesionalidad—. ¿Tal vez negociar el precio, estudiar la financiación…?
—Oferta al contado, precio completo —respondí—. Quiero cerrar cuanto antes.
Saqué el móvil y llamé a mi asesor financiero.
—Necesito una transferencia de diecinueve millones —dije—. Sí, has oído bien. Es para una vivienda. Te mando los datos ahora.
Cuando colgué, Patricia me miraba como si estuviera viendo a otra persona.
—¿Puedo preguntar a qué se dedica, exactamente, señorita Torres? —dijo, casi en susurro.
—A inversiones internacionales —respondí con calma—. Propiedades, hoteles, algo de transporte marítimo…
Esa noche cené en la casa de mis padres, como si nada hubiera pasado.
—¿Qué tal el día, hija? —preguntó mi madre.
—Productivo —respondí—. He ido a ver algunas casas.
—Ay, qué bien —sonrió—. Ya va siendo hora de salir de ese apartamento pequeño. Cuando cambies, avísanos para ayudar con la mudanza.
Mi padre hojeaba las noticias en su tableta.
—Es curioso —murmuró—. El grupo ese que compró la empresa está adquiriendo más compañías en la costa. No fue una compra aislada. Están construyendo una red.
—Quizá ven algo que otros no ven —comenté.
—Lo sé, pero me hace pensar si vendí demasiado barato —admitió—. Si están comprando tanto, quizá la empresa valía más de lo que yo pensaba.
—El precio fue muy bueno —dije con firmeza—. Y el estrés que te has quitado de encima no tiene precio.
En ese momento, mi móvil vibró.
Era Patricia:
«Transferencia recibida. Enhorabuena por su nueva casa».
Me llevé el vaso a los labios para que nadie viera mi sonrisa.
Al día siguiente empezaría la mudanza.
El día de la mudanza, contraté a una empresa que se encargaba de trasladar casas enteras de gente rica: ejecutivos, deportistas, gente que vivía en otro mundo.
Mientras los camiones entraban por el portón de mi nueva finca, llamé a mi madre.
—Mamá, hoy me mudo —dije—. ¿Podéis venir tú y papá a ver la casa?
—Claro, hija. ¿Es muy lejos de aquí? ¿Cuál es la dirección?
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