Se la di.
Hubo un silencio.
—¿No te habrás equivocado? —preguntó—. Esa… ¿no es la casa enorme que sale siempre en las noticias de la ciudad? La mansión esa en la colina.
Sonreí.
—No me he equivocado, mamá. Venid y lo veréis.
Colgué.
Un rato después, sonó el timbre del sistema de seguridad.
Las cámaras del portón mostraban el coche de mis padres parado fuera.
Se quedaron allí, mirando la fachada, como si no se atrevieran a entrar.
El teléfono del portero sonó.
Lo cogí.
—¿Sí?
—Abril… —la voz de mi padre sonaba rara—. Estamos delante de la casa. ¿Te has confundido con el número?
—No —respondí—. No estoy delante de la casa. Estoy dentro.
Silencio.
—Vamos a subir —dijo al fin.
Abrí el portón a distancia y esperé en el vestíbulo.
Cuando entraron, se pararon en seco.
Sus miradas iban del suelo de mármol a la escalera, de la lámpara de cristal al techo altísimo.
—Bienvenidos —dije—. Esta es mi casa nueva.
Mi madre apoyó la mano en el brazo de mi padre.
—Abril… esto no puede ser solo «otra casa» —susurró—. ¿Cómo has conseguido comprar algo así?
—Con dinero —respondí, sin ironía—. Como todo el mundo.
—No juegues, hija —intervino mi padre, pálido—. Una casa así cuesta una barbaridad. Tu sueldo de maestra no da para esto, aunque ahorres toda la vida.
—Ya no soy maestra —corregí—. Renuncié hace unos días.
Les enseñé el salón principal, la cocina inmensa, la biblioteca con vistas a la ciudad.
En el dormitorio principal, desde donde se veía su barrio como una maqueta, mi padre ya no aguantó más.
—Abril, tienes que explicarlo —dijo—. Ahora mismo.
Los miré en silencio unos segundos.
—¿Recordáis el sobre del abuelo? —pregunté.
—Sí, pero… —empezó mi madre—. Era solo un billete de avión.
—No solo eso.
Respiré hondo.
—El sobre contenía la activación de un fideicomiso que el abuelo creó para mí cuando tenía dieciséis años. Ha ido creciendo durante diez años. El banco confirmó el saldo. Y luego, el príncipe Alejandro me enseñó todos los documentos.
—¿Príncipe…? —repitió mi madre, como si le hablara de una película.
—Soy beneficiaria principal de un fideicomiso internacional —continué, con calma—. Propiedades en Mónaco, Las Vegas, Londres, Singapur, otros países. El valor actual es de alrededor de mil trescientos millones.
—¿Mil trescientos…? —mi padre se sentó en la cama de golpe—. Eso no es posible.
—Lo es —respondí—. Llevo semanas revisando documentos con equipos legales y financieros. Todo está en regla. El abuelo lo preparó todo para que fuera legal, discreto y muy difícil de impugnar.
Mi madre se llevó la mano a la boca.
—Entonces… cuando nos reímos del sobre…
—Os estabais riendo de la persona más rica de la habitación —terminé la frase por ella—. Sin saberlo.
Hubo un silencio denso.
Al final, mi padre preguntó:
—Si todo eso es verdad… ¿por qué no nos lo dijiste desde el principio?
Lo miré a los ojos.
—¿Y en qué momento habría sido apropiado? —pregunté—. ¿Cuando te reías con Marcos de que quizás había dinero de Monopoly dentro? ¿Cuando mamá insinuó que el abuelo no me quería tanto? ¿O cuando me pediste que te ayudara con el «trabajo administrativo» de vuestras herencias?
Mi madre empezó a llorar, esta vez de verdad.
—No sabíamos nada, Abril. Pensábamos que…
—Pensabais que yo era la que había salido perdiendo —terminé—. La que solo servía para ayudar a los demás.
Mi padre se pasó las manos por la cara.
—Está bien, vale… nos equivocamos. Pero hay algo que necesito saber —dijo, con dificultad—. ¿Esta… esta compra de la empresa…? ¿Tiene algo que ver contigo?
No respondí enseguida.
Saqué el móvil, abrí un correo electrónico y se lo mostré.
Era la confirmación oficial de la compra de la empresa marítima por parte de Neptune International Holdings.
—Neptune —dije— es una de mis sociedades de inversión. Yo soy el último eslabón de esa cadena.
—¿Tú… compraste mi empresa? —susurró—. ¿Con el dinero del abuelo?
—Con mi dinero —rectifiqué—. El abuelo me lo dejó a mí. La empresa se compró en una operación legal, a un precio muy bueno, con tu firma voluntaria en todos los documentos.
—Dámela —dijo él, de pronto—. Véndemela de vuelta.
Negué con la cabeza.
—No está en venta.
Mi madre lo miró, desesperada.
—Abril, es la empresa de tu padre. Su vida. No puedes…
—Papá la vendió —respondí—. Nadie lo obligó. La decisión fue suya. Y para él ha sido un alivio, aunque le cueste admitirlo.
Él apretó los puños.
—¿Lo hiciste para vengarte? —preguntó, con la voz rota.
—Lo hice porque no soportaba la idea de que, si la empresa se hundía, decenas de familias se quedaran sin trabajo —respondí—. ¿Es venganza que sea yo la dueña, en lugar de un fondo anónimo que solo piensa en cifras?
Nadie dijo nada.
Los acompañé hasta la puerta.
—Creo que deberíais iros —dije, con suavidad—. Esto es mucho para procesar en una sola tarde. Cuando estéis listos para hablar sin sarcasmos ni reproches, podemos ver cómo seguimos.
—Abril, por favor… —susurró mi padre.
Por un segundo sentí que la vieja Abril, la que quería arreglarlo todo, asomaba la cabeza.
Pero pensé en el despacho del abogado, en las risas, en la frase de mi madre.
«Creo que tu abuelo no te quería tanto».
Y la vieja Abril volvió a esconderse.
—Nos vemos pronto —dije—. Cuando podáis mirarme sin pensar solo en el dinero.
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