Cerré la puerta con cuidado.
Por primera vez desde que abrí aquel sobre, estaba completamente sola en mi propia casa.
Y, sorprendentemente, se sentía… correcto.
Tres días después, me llamó Marcos.
No se molestó en saludar.
—¿Qué demonios has hecho, Abril?
—Buenos días, Marcos —contesté, tranquila.
—Papá me lo ha contado todo —escupió—. Lo del fideicomiso, la mansión, la empresa. ¿Es verdad que eres… rica a ese nivel?
—Sí.
—¿Y que compraste la empresa de papá a escondidas?
—No a escondidas —corregí—. Usando una estructura legal y transparente. Solo que no conocíais al propietario final.
—Esto es una locura —dijo, respirando fuerte—. Vamos a hablar con abogados. Si hay indicios de manipulación del abuelo, de abuso… puedes tener problemas.
Solté una risa corta, sin humor.
—Marcos, trabaja conmigo un equipo de abogados que factura en un mes lo que tú no ganarás en años —dije—. Llevan el fideicomiso desde hace una década. ¿De verdad quieres entrar en una guerra legal que no puedes pagar ni ganar?
Guardó silencio.
—No te atreverías —murmuró al final.
—Prueba —respondí—. Y verás.
Colgó.
Poco después, empezaron a llegar mensajes de todos: mi madre, mi padre, Jimena.
Algunos llenos de reproches, otros de súplicas, otros de preguntas.
Los ignoré.
Ese día preferí concentrarme en algo que sí podía controlar: nuevas inversiones en la ciudad, proyectos inmobiliarios, posibles donaciones.
Esa misma semana, mi sistema de seguridad sonó otra vez.
Las cámaras del portón mostraban a los cuatro: mis padres, Marcos y Jimena, de pie frente a la verja, como un pequeño grupo de manifestantes.
Cogí el interfono.
—¿Sí?
—Abril, somos nosotros —dijo mi madre—. Tenemos que hablar.
—¿Han pedido cita? —pregunté, seca.
—Abril, no seas ridícula —intervino Marcos—. Somos tu familia.
—La familia que se rió de mí, que me llamó exagerada y que ahora amenaza con abogados —respondí—. Esa familia.
Oí un suspiro al otro lado.
—Hija, por favor —dijo mi padre—. Entra en razón. Hablemos.
Pensé un momento.
—Está bien —dije al fin—. Pero con condiciones.
—¿Qué condiciones? —preguntó Jimena.
—Entráis si aceptáis escuchar sin interrumpir, sin gritos, sin amenazas. Y reconocéis que todo lo que tengo es fruto de un fideicomiso legal que el abuelo creó. Si vais a entrar solo para exigir y culpar, mejor id a casa.
Silencio.
Luego, la voz de mi padre:
—Aceptamos.
Abrí el portón.
Los esperé en el salón principal, con la ciudad extendiéndose a mis espaldas por las ventanas enormes.
Se sentaron juntos en el sofá, casi en fila, mirándome como si yo fuera una desconocida.
—Bueno —dije, cruzando las piernas—. Me habéis buscado. Hablad.
Mi padre carraspeó.
—Abril… te debemos una disculpa —dijo—. Nos equivocamos al reírnos del sobre, al hacer comentarios… No sabíamos lo que había detrás.
—Eso es parte del problema, pero no es el principal —respondí.
—¿Entonces qué es? —preguntó mi madre.
—Que no es solo que os rieseis de un sobre. Es que os habéis reído y me habéis infravalorado toda la vida —dije, sin levantar la voz—. Siempre he sido la responsable, la que ayuda, la que escucha. Nunca la que decide. Y el día del testamento, lo confirmasteis.
—Nunca quisimos hacerte daño —dijo mi madre—. Te queremos.
—No lo dudo —respondí—. Pero una cosa es querer a alguien… y otra es respetarlo.
Marcos intervino.
—Vale, muy bien, nos equivocamos —dijo, impaciente—. Pero comprar la empresa de papá así, ocultando tu nombre… eso no es normal.
—Lo que no es normal —repliqué— es vender la empresa de tu vida sin preguntar si alguien más en la familia quería intentarlo. Lo que no es normal es dar por hecho que yo no tenía nada que aportar.
Mi padre bajó la mirada.
—¿Qué quieres de nosotros, Abril? —preguntó mi madre al fin.
Los miré uno a uno.
—Quiero que entendáis algo muy simple —respondí—: no necesito vuestro permiso. Ni para vivir donde vivo, ni para comprar lo que compro, ni para decidir sobre mi dinero. Si estamos en la misma mesa, será porque nos respetamos como personas, no porque compartimos un apellido.
—¿Y ya está? —preguntó Jimena—. ¿Eso es todo?
—No —añadí—. También quiero algo más concreto.
Se pusieron tensos.
—Quiero una disculpa pública —dije—. Igual de pública que fueron vuestras celebraciones de herencia.
—¿Pública? —repitió Marcos—. Eso es humillante.
—Exacto —respondí—. Así sabréis, un poco, cómo se siente ser objeto de burla delante de todos.
—¿Qué tipo de disculpa? —preguntó mi padre, cansado.
—Tú, en un periódico local de negocios —expliqué—. Reconociendo que me subestimaste como profesional y como heredera. Mamá, en tus redes sociales, disculpándote por tus palabras sobre el abuelo y sobre mí. Marcos y Jimena, en las redes donde presumisteis de vuestros bienes. Nada de frases vagas. Quiero que quede claro que os equivocasteis conmigo.
Los cuatro se miraron entre sí.
—¿Y si lo hacemos…? —preguntó mi padre—. ¿Te plantearías venderme la empresa de vuelta?
Sonreí, sin calidez.
—Me lo plantearía —dije—. No he dicho que lo haría. Pero lo pensaría.
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