Encontré a Mi Prometido en la Cama con Mi Mejor Amiga… el Mismo Día de Nuestra Boda

Me quedé un momento quieta, con la llave en la mano, escuchando.

El hotel estaba silencioso, pero de dentro se oían sonidos suaves. Movimiento.

El corazón me latía tan fuerte que estaba segura de que todos podían oírlo.

—Ana —susurró mi madre—. Quizá deberíamos llamar a la puerta primero.

Pero yo ya estaba metiendo la llave, girando, empujando.

La habitación estaba en penumbra, con las cortinas echadas, bloqueando casi toda la luz de la tarde. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse, en entender lo que estaba viendo.

La cama era un desastre de sábanas revueltas y ropa tirada. Un traje de hombre.

El traje de Marcos, el que debía llevar para casarse conmigo, estaba hecho una bola en el suelo, junto a un vestido de dama de honor. Un vestido morado.

El vestido de Paula.

Y allí, en la cama, estaban Marcos y Paula.

Dormidos, o quizás desmayados, desnudos y enredados como dos amantes que han pasado la noche juntos.

El pelo largo y negro de Paula estaba extendido sobre el pecho de Marcos. Su brazo rodeaba la cintura de ella, apretándola contra sí incluso dormido.

La escena me golpeó como un puñetazo en el estómago.

Se me fue el aire. La habitación empezó a dar vueltas. Por un momento pensé que me iba a desmayar.

Detrás de mí oí a mi madre jadear. Mi padre soltó una maldición entre dientes. Diego hizo un ruido como si le hubieran pegado.

Pero yo no me moví. No podía moverme.

Solo me quedé allí, de pie en la puerta, grabando cada detalle horrible.

La botella de champán vacía en la mesilla. Las joyas de Paula tiradas en la cómoda. La forma en que parecían tan cómodos juntos, tan naturales, como si no fuera la primera vez.

«¿Desde cuándo?»

La pregunta resonaba en mi cabeza. «¿Desde cuándo pasa esto? ¿Cuánto tiempo llevan mintiéndome, traicionándome, riéndose de mí?»

—Ana —dijo mi tía abuela Rosa en voz baja—. Ven.

Pero no podía. Estaba congelada, mirando las ruinas de mi vida, intentando entender cómo había llegado hasta allí.

Esa mañana era una novia.

Era feliz. Era querida.

Ahora no era nada.

Un sonido se escapó de mi garganta, mitad sollozo, mitad risa amarga. La ironía de todo aquello rozaba lo cómico. Casi.

Marcos se movió en la cama, quizá por la luz que entraba por la puerta abierta. Sus ojos se entreabrieron, al principio confusos. Tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba y de lo que pasaba.

Cuando me vio en el marco de la puerta, con el vestido de novia, se quedó blanco.

—Ana… —murmuró, incorporándose de golpe y despertando sin querer a Paula.
—Ana, puedo explicarlo.

—¿Explicarlo? —mi voz salió como un susurro, pero cortó el aire como un cuchillo—. ¿Explicar qué, exactamente?

—¿Explicar por qué estás en la cama con mi mejor amiga el día de nuestra boda? ¿Explicar por qué hay cien personas sentadas esperando en un jardín a un novio que está demasiado ocupado acostándose con mi dama de honor como para presentarse?

Paula ya estaba despierta, y sus ojos se abrieron como platos al comprender la escena. Agarró la sábana intentando cubrirse, pero ya era tarde. Lo habíamos visto todo.

—Ana, por favor —balbuceó, la voz temblorosa—. No es lo que parece.

—¿Que no es lo que parece? —solté una risa rota—. Parece que mi prometido y mi mejor amiga me acaban de traicionar. Parece que las dos personas en las que más confiaba han estado mintiéndome a la cara.

—Así que, por favor, Paula, explícame qué es exactamente.

Ninguno de los dos tenía respuesta.

Me giré despacio hacia mi familia.

Mi madre lloraba abiertamente. Mi padre tenía una cara que daba miedo, como si fuera capaz de matar. Diego miraba a Marcos con un asco que nunca le había visto.

Y mi tía abuela Rosa… mi tía abuela Rosa me miraba con esos ojos suyos tan penetrantes, esperando a ver qué iba a hacer yo.

—Llamadles —dije en voz baja.

—¿A quién? —preguntó mi madre.

—Llamad a los padres de Marcos.

—Llamad a su hermana. Llamad a su padrino. Llamad a todos los que están esperando que esta boda empiece.

Mi voz empezaba a sonar más firme.

—Decidles que suban. Que tienen que ver algo.

—Ana —dijo por fin Marcos, encontrando la voz mientras buscaba sus pantalones a toda prisa, con el pánico pintado en la cara—. Por favor, hablemos esto en privado.

—¿En privado? —me giré hacia él, sintiendo que algo frío y duro se instalaba en mi pecho—. ¿Quieres hablar de esto en privado? ¿Después de humillarme delante de medio pueblo? ¿Después de hacerme esperar en una sala, lista para casarme, mientras tú no tenías ninguna intención de aparecer?

Saqué el móvil y empecé a llamar yo misma.

—Señora Benítez, soy Ana. Necesito que usted y el señor Benítez suban ahora mismo a la habitación 237 del Hostal del Río.

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