Era un chico de la calle, gritó en el funeral y descubrió algo en el ataúd que nadie esperaba

Era un chico de la calle, gritó en el funeral y descubrió algo en el ataúd que nadie esperaba

—¡¡Deténganse! ¡No la cierren! ¡Está respirando!!
Yo solo era un chico de la calle. Y estaban a punto de enterrar viva a la hija de uno de los hombres más ricos del país. Lo que vi dentro de ese ataúd, segundos antes de que lo sellaran, lo cambió todo… y destapó una mentira que te hará desconfiar hasta de la gente que dices querer.

Las puertas de roble macizo parecían de castillo. Altísimas, pesadas, demasiado elegantes para manos como las mías. Sabía, lo sentía en los huesos, que en cuanto cruzara ese umbral mi vida iba a terminar… o a cambiar para siempre. No había término medio.

Mi mano, roja y agrietada por el frío, dudó sobre la manija de bronce. Todavía olía a depósitos de cadáveres: a químicos, a metal, a algo que se pega en la ropa y no se va ni con tres duchas. Supuse que no estaba tan mal para ir a un funeral.

Empujé.

El calor me golpeó primero. Un calor espeso, pesado, casi pegajoso. Olía a flores, miles de flores —lirios, sobre todo—, a cera, a madera encerada… y a dinero. Mucho dinero. Olía a un mundo que yo solo había visto desde aceras mojadas y ventanillas empañadas.

Di un paso sobre una alfombra tan mullida que parecía que me tragaba. Mis zapatillas empapadas —las únicas que tenía, con trozos de cartón dentro para tapar los agujeros— hicieron un asqueroso “chof, chof” sobre el mármol pulido del recibidor.

Todas las cabezas se giraron.

Fue como una escena de película. Una centena de personas con trajes negros, collares de perlas, relojes brillantes, caras pálidas y controladas. Los murmullos respetuosos se apagaron de golpe. El único sonido era el “chof, chof” de mis pasos y la voz del sacerdote que llegaba desde la sala contigua.

—Nos hemos reunido hoy para lamentar la trágica… pérdida…

Un guardia de seguridad, una pared de ladrillo con traje y pinganillo, me localizó al instante. Sus ojos recorrieron mi cara, mi chaqueta (tres tallas más grande, regalo de un albergue) y mis zapatos mojados. La expresión que puso no fue solo de enfado. Fue de asco. Como si yo fuera basura arrastrada por el viento hasta la puerta.

Que, siendo sinceros, lo era.

—Chico —me siseó, avanzando hacia mí, con la mano alargada ya hacia mi brazo—. No puedes estar aquí. Tienes que salir. Ahora.

Me agaché y esquivé su mano.

Fue puro instinto. Años en la calle te enseñan a moverte antes de pensar. No empujas, no peleas… te escurres.

Solo que, por primera vez, no me estaba escurriendo hacia fuera. Me estaba escurriendo hacia dentro.

—¡Eh! —gritó, ya sin susurros.

Pero yo ya había cruzado el arco hacia el salón principal.

Era como un salón de baile, o de esos salones inmensos que solo salen en revistas. Más grande que cualquier piso que yo hubiera visto. Un enorme reloj antiguo en la pared, cortinas pesadas, un candelabro del tamaño de un coche colgando del techo.

Y al frente, rodeado por una montaña de flores blancas, el ataúd.

No estaba cerrado.

Todavía no. La tapa era pesada, pero seguía levantada. El sacerdote estaba junto a él, el libro abierto, la voz apagándose en cuanto me vio.

El guardia estaba justo detrás de mí. Me agarró de la chaqueta, el tejido se retorció en su puño.

—He dicho que fuera —escupió—. Ya está bien.

No tenía tiempo. Estaban a punto de cerrarlo. Veía al encargado de la funeraria, un hombre con cara de esponja triste, haciendo una seña a dos empleados. Era el momento. El último.

Me solté con un tirón, tropecé hacia adelante y grité.

—¡¡¡NO!!! ¡¡NO LO CIERREN!!

Las palabras me salieron con tanta fuerza que me quemaron la garganta. Rebotaron en el techo alto, en los cuadros de antepasados serios que colgaban de las paredes. El silencio que siguió fue tan total que pude oír un pequeño gemido ahogado de una mujer de la primera fila.

El guardia me atrapó. Su brazo me cruzó el pecho como una barra de hierro.

—Se acabó, chaval. Hasta aquí has llegado.

—¡¡ESTÁ VIVA!! —chillé, pataleando, intentando hacer pie en el suelo encerado—. ¡¡Sigue viva!! ¡¡NO LA ENTIERREN!!

—¡Qué falta de respeto! —chilló una mujer en la sala.

—¡Saquen a ese crío de aquí! —rugió un hombre.

El guardia empezó a arrastrarme hacia atrás. Sentí las cámaras en la parte de atrás, las de la prensa “respetuosa”, girando hacia mí. Los flashes explotaron, iluminando mi cara aterrada.

—Dejadle.

La voz era baja, afilada y llena de una autoridad que cortó el caos como un cuchillo.

El guardia se quedó quieto. Su brazo seguía clavado en mi pecho, pero dejó de tirar.

Todas las miradas se volvieron hacia el hombre que había hablado. Estaba sentado en primera fila. Alto, de pelo canoso, traje perfecto de esos que cuestan más que lo que yo ganaría en toda mi vida, si es que esa vida llegaba muy lejos. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, pero no estaban rotos. Ardían.

Y estaban clavados en mí.

Era Sebastián de la Vega. El padre de la chica. El magnate. El hombre al que en televisión llamaban “uno de los más ricos de Europa”.

—He dicho —repitió, sin levantar la voz—. Que le dejéis hablar.

El guardia, confundido, aflojó el agarre.

—Señor, está interrumpiendo la ceremo…

—He dicho… —la voz de Sebastián bajó a un susurro peligroso—. Que le dejéis.

El guardia me soltó como si quemara. Di unos pasos torpes hacia delante, frotándome el pecho. Toda la sala —cien pares de ojos— estaba pegada a mí. Las cámaras no paraban de disparar.

Yo solo era un chico de catorce años con los pies mojados. Nunca me había sentido tan pequeño… ni tan expuesto.

Sebastián dio un paso hacia mí.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

Notaba las manos sudando dentro de los guantes. La voz me salió primero como un hilo, casi un gallo. Tragué saliva.

—Señor… —empecé, temblando, pero cada palabra me fue saliendo más clara—. Señor… trabajo algunas noches en el depósito municipal. De limpieza.

Un murmullo de asco recorrió la sala. Vi a la misma mujer de antes llevarse un pañuelo a la nariz, como si yo trajera el olor de la muerte pegado a la piel. Lo llevaba.

—Anoche… —seguí— me llamaron para ayudar. La vi. Vi a su hija. Vi a Lucía.

La cara de Sebastián no cambió, pero algo se tensó en sus ojos.

—Respiraba —dije, dejando caer la bomba—. Muy poquito, casi nada. Pero respiraba. Se lo dije. Les supliqué que no la dieran por muerta. Se lo dije a Julio… a la doctora Estévez.

Señalé con un dedo tembloroso hacia el fondo, donde reconocí a alguien de repente. Un hombre bajo, con gafas y bata blanca debajo de la americana, que se escondía entre los periodistas. La doctora Estévez, la forense, estaba a su lado, más pálida que un papel.

—¡Les grité que parasen! —continué, la voz quebrándose—. Dijeron que estaba loco. Que eran movimientos del cuerpo después de morir. Que yo solo era un “niño de la calle”, que qué sabría yo. Me echaron. Cerraron la puerta con llave.

—Esto es absurdo —murmuró alguien. El guardia volvió a avanzar hacia mí.

—¡Miente! —vociferó la doctora desde atrás—. ¡Está desequilibrado! ¡Le despedimos por robar!

—¡No estaba robando! —le contesté, con lágrimas de rabia—. ¡Eran pastillas para la fiebre! Tenía cuarenta de temperatura.

—¿Cómo “sabes”? —la voz de Sebastián volvió a callar a todos. Me miraba, ya no como magnate, sino como padre desesperado.

—Porque… —respiré hondo. Era mi única carta. Lo único que no podían negar—. Porque vi la cicatriz.

La sala contuvo el aire.

—Una cicatriz en forma de medialuna —seguí, más fuerte, para que se oyera bien—. En el omóplato izquierdo. La vi cuando la giraron. Sé lo que vi.

El rostro de Sebastián se quedó sin color. Se puso tan pálido que pensé que iba a desplomarse. Un murmullo recorrió las primeras filas, la familia.

Esa cicatriz.

Era real.

Era un secreto.

Sus ojos, que habían estado apagados, se llenaron de un fuego nuevo. Un fuego terrible. Se volvió hacia el director de la funeraria.

—Abránlo —ordenó.

El hombre de la cara esponjosa tragó saliva.

—Señor de la Vega… las normas… la ceremonia… no es…

—He dicho —rugió Sebastián, la voz retumbando contra las paredes—. QUE ABRAN EL ATAÚD. ¡AHORA MISMO!

El director tartamudeó. Los guardias se miraron entre sí, con las manos en las porras, sin saber a quién obedecer.

Sebastián apartó al sacerdote de un empujón y puso él mismo las manos en la pesada tapa de caoba.

—NO VOY A ENTERRAR A MI HIJA HOY BASÁNDOME EN UNA MENTIRA.

La madera crujió al levantarse. Hicieron falta dos hombres.

El silencio fue tan profundo que escuché el susurro lejano de los radiadores.

El aire frío salió del ataúd como una nube, mezclándose con el olor espeso de las flores y la cera. El corazón me golpeaba las costillas tan fuerte que pensé que se me iba a escapar por la boca. La gente se inclinó hacia delante al unísono, como un solo cuerpo curioso y enfermo. Las cámaras seguían disparando.

Dentro estaba Lucía.

Tal como la había visto en la mesa de acero. Pálida. Tan pálida que parecía de mármol. Los labios, azulados. Las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba un vestido blanco.

Y las pestañas…

Estaban temblando.

—Es… es el aire —balbuceó el director de la funeraria, llevándose la mano al pecho—. Una corriente…

—Sigue… —susurró una voz de mujer, con alivio morboso—. Sigue igual. El chico está mal de la cabeza, gracias a Dios.

Yo ya estaba arriba, justo al borde del féretro. Pasé por debajo de la cinta de terciopelo, esquivé las coronas de flores y me planté frente a ella. El olor del líquido de embalsamar me mareó. Pero debajo… debajo había otro olor. Leve.

Vida.

—Señor —dije, con la voz temblando. Miré a Sebastián—. Tóquele el brazo. Por favor. Solo tóquele el brazo.

Él me devolvió la mirada. Era una máscara de dolor.

—Notará calor —le insistí—. Muy poquito. Pero está ahí. Por favor.

El hombre que mandaba sobre empresas y edificios enteros, de repente parecía un niño perdido. Se arrodilló despacio, arrugando el traje carísimo. Su mano, completamente temblorosa, se alargó. Dudó un segundo sobre las manos cruzadas de su hija.

—Hágalo —susurré.

Posó los dedos sobre la muñeca, donde debería haber un pulso.

Se quedó inmóvil.

Sus ojos, vacíos, se llenaron de algo nuevo. No solo veía. Sentía.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo entero. Miró hacia arriba, no hacia mí, sino hacia todos: la familia, los periodistas, la doctora que ya sudaba a chorros y se acercaba despacito a la puerta, buscando salida.

La voz de Sebastián salió rota, entre sollozos.

—Está… está caliente.

Un murmullo de asombro, de puro shock, se extendió por la sala. El sacerdote dejó caer la Biblia. Golpeó el suelo con un ruido seco.

—Está viva.

Y como si esas palabras fueran la llave, Lucía se movió.

No fue un gran movimiento. Fue un pequeño golpe de tos, un sonido seco y áspero desde el pecho. La cabeza le tembló un poco sobre la almohada de satén. Un solo, doloroso suspiro entró en sus pulmones.

Sus párpados se abrieron.

Tenía los ojos azules, nublados, perdidos.

Alguien gritó. Esta vez no fue un gemido; fue un grito completo, de película de terror.

La sala estalló.

El caos fue total. La gente tropezaba con los bancos, empujándose los unos a los otros. Algunos corrían hacia la puerta, otros hacia el ataúd, otros sacaban el móvil grabando. Los periodistas lanzaban preguntas a gritos.

—¿Qué está pasando?

—¿Está viva?

—¡Dios mío, es un milagro!

—¡Es un monstruo!

Los médicos que habían venido como invitados volvieron a ser médicos. Corrieron hacia adelante, gritando órdenes.

—¡Abran espacio!

—¡Llamen a una ambulancia!

—¡Está en shock, rápido!

Un guardia intentó apartarme, pensando que yo era parte del problema. Pero Sebastián, con la cara desfigurada por una mezcla de alegría salvaje y rabia, se interpuso entre nosotros.

—Dejadlo —ordenó—. Él es mi testigo.

En ese momento, mientras sacaban a Lucía del ataúd, la envolvían en mantas y le ponían oxígeno, yo dejé de ser “Mateo Ríos, el chico que duerme donde puede”.

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