Toda mi vida había sido hambre e invisibilidad. De repente, me sentaban a la mesa. Me preguntaban qué pensaba. Me daban migajas de cariño que no sabía cómo recibir.
Pero las sombras seguían ahí.
Oía las discusiones. Las llamadas largas, cerradas, que Sebastián hacía desde su despacho.
Las aseguradoras se negaban a aceptar lo ocurrido. ¿Cómo pasaban de un “fallecimiento certificado por la forense” a una “paciente reanimada”? Era un lío. Un escándalo.
Se empezaba a hablar de demandas.
Los “otros” de los que Sebastián había hablado… podía sentirlos. Asociados suyos llegaban a la casa: hombres con trajes caros y caras de piedra, exigiendo “control” en el hospital, preguntando sin parar por el estado de Lucía.
Yo sabía que el milagro que había provocado me había convertido en guardián… y en problema. Era el cabo suelto. El que nunca debería haber estado allí.
Una noche no podía dormir. El pijama de seda que me habían dado me resultaba raro, como papel. Vagabundeé por los pasillos. La casa, de noche, parecía un museo congelado.
Acabé, sin pensarlo, frente a la biblioteca. El despacho de Sebastián.
La puerta estaba entornada.
Sabía que no debía entrar. Que era su espacio privado.
Pero la inquietud que llevaba dentro era como una cosa viva. Empujé la puerta despacito y pasé.
El despacho estaba lleno de estanterías, papeles, cajones con llave. Menos uno. El cajón de abajo del enorme escritorio estaba un poco abierto.
Me arrodillé. Dentro había carpetas. Informes médicos. Un nombre tachado. Una carpeta gruesa con el título “Fondo Familiar de la Vega”.
Y una tableta.
Me temblaron los dedos. La cogí. La pantalla estaba encendida, sin contraseña. Abierta en una carpeta.
“Lucía – Revisión Postmortem”
Toqué la pantalla.
Se me heló la sangre.
Era el informe original. Fotografías de la autopsia —algo que ya había visto en el depósito, pero ahora era distinto: planos más cercanos de los pulmones, anotaciones, gráficos.
Y un informe adjunto, una nota escaneada del patólogo original. No de la doctora Estévez. De otra persona.
Ponía:
“Las marcas pulmonares no encajan con la causa de muerte declarada. Se aprecia actividad pulmonar significativa tras el trauma. Solicito revisión inmediata y segunda evaluación.”
Y debajo, una respuesta, en letras rojas, como un sello.
SOLICITUD DENEGADA. CONTINÚE SEGÚN PROTOCOLO. – S.D.V.
Solté un jadeo, dejando caer la tableta. Golpeó el parquet con un ruido seco.
S.D.V.
Sebastián de la Vega.
—Él… —susurré al aire, con la boca seca—. Él lo sabía.
Alguien había decidido tapar la verdad. Alguien con poder. Y las iniciales del sello…
—Mateo.
Me giré tan rápido que casi me caí.
Sebastián estaba en la puerta. La luz del pasillo le dibujaba una sombra rara en la cara.
—Mateo —repitió, entrando. Sus ojos fueron directamente a la tableta en el suelo. No parecía enfadado. Parecía… cansado. Cansado hasta los huesos.
—No… no debía ver eso —dijo con calma.
—¿Ust… usté lo hizo? —balbuceé—. S.D.V. Es usted. Usted quería… quería enterrarla.
Negó con la cabeza, con una tristeza profunda en la mirada. Pasó a mi lado, recogió la tableta, miró lo que había en pantalla.
—Sí —dijo al fin, con la voz cargada—. Lo sabía.
—¿Qué? —me mareaba.
—Sospechaba que algo iba mal —explicó, sin apartar la vista del informe—. La escena del accidente. Testigos que “desaparecen”. Órdenes de silencio. La prisa de la doctora Estévez.
—Pero… sus iniciales… —señalé la pantalla.
Señaló también.
—S.D.V. —dijo—. No solo soy yo. Sergio de la Vega. Mi hermano. Mi socio.
Sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta, el mismo que le había visto antes en el salón.
—Yo sospechaba —siguió—, pero no tenía pruebas. La tenían aislada. Tenían controlado a la forense, a la funeraria. Estaban yendo demasiado rápido. No podía pararlo.
Me miró, y sus ojos se llenaron de un agradecimiento frío, casi doloroso.
—Y entonces apareciste tú —susurró—. Tú, un chico de la calle. Entraste como un huracán. Les obligaste a actuar delante de todo el mundo, donde no podían esconder nada.
La cabeza me daba vueltas.
—Pero… ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué haría algo así su propio hermano?
—Poder —respondió Sebastián, con la mandíbula dura—. Herencia. El fondo familiar. Con Lucía “muerta” y yo destrozado, “incapacitado por el dolor”, mi hermano Sergio y sus socios se quedaban con todo el control.
Miró hacia la puerta, como esperando que alguien apareciera.
—Intentó enterrar a mi hija —dijo—. Y tú… tú la sacaste de la tumba.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Ahora tú eres familia, Mateo. Te guste o no. Y eso significa que estás en el mismo peligro que ella.
Cuando Lucía estuvo fuera de peligro inmediato, la trasladaron. No a otro hospital, sino a una casa de recuperación en la sierra, discreta, vigilada, que solo conocían Sebastián y un puñado de personas de confianza.
Antes de eso, Sebastián organizó un viaje.
—Quiero que veas el lugar —me dijo, serio—. Quiero que veas lo que hicieron.
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