Llegamos al amanecer. La niebla se arrastraba entre los árboles. El coche, o lo que quedaba de él, seguía allí, acordonado con cinta de la policía. Un amasijo de metal negro y retorcido. El capó hundido, las ventanillas hechas añicos, una larga mancha oscura en el asfalto.
Sebastián se arrodilló en la carretera, tocando las marcas de frenazo.
—Tendría que haber muerto aquí —dijo con voz baja—. Querían que muriera aquí.
Yo me acerqué, examinando los restos. El golpe principal había sido en el lado del acompañante, donde ella iba sentada. La puerta estaba abierta como una lata, arrancada de cuajo.
Y allí, en el marco interior de la puerta, casi borradas pero aún visibles, vi unas iniciales, como grabadas a toda prisa con una llave.
R.P.
Las repasé con el dedo enguantado.
—Señor… ¿esto qué es? —pregunté.
Sebastián se inclinó a mirar. Sus ojos se abrieron un poco.
—Rebeca Pardo —murmuró. El nombre le salió casi como un insulto.
—¿Quién es? —pregunté.
—La mano derecha de Sergio —respondió—. La que lleva sus “adquisiciones”. Una enemiga de esta familia. Si esas iniciales están aquí… Ella… —apretó los dientes—. Ella debía estar implicada.
Mi estómago se encogió.
Esto ya no era solo un “error médico”. Era una guerra fría entre hermanos. Era intento de asesinato.
Sebastián me puso una mano en el hombro, con fuerza.
—Lucharemos, Mateo —dijo—. Con abogados, con periodistas, como haga falta. Tenemos la verdad. Te tenemos a ti.
Cuando volvimos a la casa de la sierra, Lucía estaba despierta. De verdad. Los ojos ya no estaban nublados.
Estaba medio incorporada en la cama, pálida pero con la mirada clara. Y esa mirada… era igual que la de su padre. Firme. De acero.
Me miró al entrar.
—Tú eres Mateo —susurró.
Asentí, de golpe tímido, sin saber dónde dejar las manos.
—Tú me salvaste —dijo.
Tragué saliva.
—Yo… solo conté lo que vi.
—No —negó ella, alargando una mano delgadita—. Gritaste. Hiciste que te escucharan. Me sacaste de ahí.
Le tomé la mano. Era frágil. Pero caliente.
—Lo hice —reconocí, y de pronto me salió una valentía rara—. Pero tú también me salvaste a mí.
Sebastián nos observaba desde la puerta, con una expresión complicada.
Luego sacó otro sobre. Este era distinto. Viejo, amarillento, sellado con un poco de cera reseca.
—Esto estaba en tus cosas, Lucía —explicó—. En el bolsillo de tu chaqueta el día del accidente. La policía lo registró, pero no supieron qué era. Creo… —me miró a mí— que deberías abrirlo tú.
Miré a Lucía. Ella asintió, despacio.
Rompí el sello.
Dentro había una sola hoja de papel grueso, bonito. La letra era de mujer, redonda, elegante.
No era una carta muy larga.
“A mi querida Lucía:
Si estás leyendo esto, es que ha pasado lo peor. Irán a por ti. Intentarán quitarte lo tuyo. No confíes en Sergio. No confíes en el apellido Pardo. Solo hay una persona que puede ayudarte. Tienes que encontrar al chico. Protege a ese chico. Él es más que un testigo. Estaba destinado a ser parte de nuestra familia.
— R.P.”
Se me congeló el corazón.
La leí otra vez. Y otra.
R.P.
Las iniciales de la puerta del coche. Rebeca Pardo.
Pero aquella nota… no era una amenaza. Era una advertencia.
Una advertencia contra Sergio.
Y una advertencia sobre mí.
“Encuentra al chico. Protege a ese chico… Estaba destinado a ser parte de nuestra familia.”
—¿Qué… qué significa esto? —pregunté, con la voz casi sin salir—. Usted dijo que Rebeca Pardo era la enemiga. Que era ella quien…
Sebastián estaba blanco. Le temblaban las manos al coger la nota. La leyó, los ojos pasando una y otra vez por las frases, como si todo su mundo se hubiese puesto patas arriba.
—Ella… la estaba avisando —susurró—. Las iniciales en el coche… no era para firmar un crimen. Era una pista. Un mensaje a toda prisa.
—Pero… ¿yo? —pregunté—. ¿Qué quiso decir con “el chico”?
Sebastián me miró con una mezcla de miedo y comprensión recién nacida.
—Ella no sabía quién eras, Mateo —dijo despacio—. Pero sabía que existías. Sabía que alguien iba a aparecer. Alguien… como tú.
Miró de la carta, a Lucía, y después a mí.
—Sergio —murmuró—. Él quería enterrarlo todo. A ella. A mí. A ti. En vergüenza y mentiras.
Fuera, detrás de las cortinas gruesas de la villa, se veían de vez en cuando destellos. Los fotógrafos ya nos habían encontrado. La prensa siempre lo hace.
Apreté la mano de Lucía con más fuerza.
Miré a Sebastián a los ojos. Entre nosotros pasó una promesa silenciosa.
Ese ataúd nunca tendría que haberse cerrado.
Pero esto no era solo un error médico. No había sido un accidente. Era una conspiración.
Y la lucha por la verdad…
Apenas acababa de empezar.






