Entre lágrimas firmó el divorcio… y años después volvió como heredera, madre de trillizos y esposa de un multimillonario que sí la supo valorar
La lluvia golpeaba los ventanales altos de la sala de juntas del grupo familiar en Madrid.
Lucía Herrera Álvarez estaba sentada a la mesa larga de madera oscura, con las manos temblando mientras sujetaba una pluma plateada. Frente a ella, su marido, Diego Álvarez, permanecía sentado, impecable, distante. Su traje caro no tenía una arruga, su expresión era fría. Para él, todo aquello era solo un trámite más. Negocios. Nada más.
Embarazada de siete meses, Lucía intentaba controlar la respiración.
—Diego… todavía podemos arreglar esto. Podemos ir a terapia… —susurró.
Diego no la dejó terminar. Su voz fue plana, casi sin emoción:
—No quiero arreglar algo que está muerto desde hace tiempo.
A su lado estaba sentada Marta Ríos, la directora de comunicación de la empresa, la mujer de la que tanto se había murmurado en los pasillos. Llevaba el pintalabios perfecto, el pelo liso, la sonrisa apenas dibujada. No necesitaba decir nada. Su sola presencia le cortaba el alma a Lucía.
Lucía miró los papeles de divorcio. Su nombre estaba impreso con claridad. Su vida entera reducida a unas cuantas hojas y una firma.
—Estuve contigo cuando no tenías nada —susurró, casi sin voz.
Diego se recostó en la silla, con aire de superioridad:
—Y ahora lo tengo todo. Eso significa que ya no tengo por qué conformarme.
Lucía dudó unos segundos. Entonces Diego lanzó el golpe que sabía que la destrozaría:
—Y no te engañes… Este bebé no cambia nada. Por lo que sé… ni siquiera es mío.
La sala quedó en silencio. Lucía sintió que el mundo se inclinaba. El corazón se le rompió de una manera que no hacía ruido, pero dolía en cada parte del cuerpo.
Firmó.
Unos minutos después, salió del edificio bajo el aguacero, con el rímel mezclándose con las lágrimas. Los flashes de las cámaras la cegaron, capturando su humillación en directo. A nadie le importaba adónde iba. A ella tampoco. Simplemente caminó.
El móvil vibró en su bolso. Una notificación del banco.
Su cuenta había sido bloqueada.
Diego había congelado hasta el último euro.
No tenía casa. No tenía dinero. Y pronto tendría hijos que cuidar sola.
Las piernas le fallaron… hasta que alguien la sostuvo por los hombros.
—Lucía, oye… mírame, respira.
Era Ana Beltrán, su mejor amiga y abogada. La sujetó con fuerza.
—Alguien lleva todo el día intentando localizarte. Un señor llamado Gustavo León. Dice que es urgente. Es sobre la herencia de tu madre.
Lucía parpadeó, confundida.
—Mi madre murió sin nada…
—No —negó Ana con firmeza—. Eso es lo que tú creías. Y, por lo visto, alguien se enteró antes que tú de lo que dejó.
Un coche negro se detuvo junto a la acera. Cristales tintados. Motor encendido. No avanzaba. Solo parecía observar.
Esa noche, Ana condujo a Lucía fuera del centro, hasta su despacho, lejos de las cámaras y las miradas curiosas. Lucía viajaba en silencio en el asiento del copiloto, sujetándose la barriga como si quisiera proteger a los bebés del mundo entero. Notaba cómo se movían inquietos, como si también sintieran su miedo. Ana puso una mano cálida sobre la suya.
—Respira. Vamos a salir de esta, ¿me escuchas?
En la oficina, Ana marcó un número. A la segunda señal, contestó una voz pausada, segura.
—Señorita Herrera. Le habla Gustavo León, albacea del patrimonio de su madre. Llevaba tiempo esperando su llamada.
—Mi madre murió cuando yo tenía quince años —dijo Lucía, con voz queda—. Siempre me dijeron que no tenía nada.
Gustavo habló con seriedad:
—Su madre decidió ocultar su patrimonio para protegerla. La herencia de la familia Herrera incluye inmuebles, inversiones y un fondo valorado en aproximadamente cincuenta millones de euros. Usted es la única heredera.
Lucía casi dejó caer el teléfono.
—¿Cincuenta… millones?
—Pero —continuó Gustavo—, el fondo es condicional. Debe demostrar estabilidad independiente: equilibrio emocional, autonomía económica y la tutela completa de sus hijos.
Ana frunció el ceño.
—¿Quiere decir que si se derrumba en público, si la presentan como una persona inestable, podría perderlo todo?
—Exactamente —confirmó Gustavo—. Y alguien ya está intentando demostrar que usted no está en condiciones de hacerse cargo de su vida.
Solo había una persona que se beneficiaba de ello.
Diego.
Antes de que Lucía pudiera responder, un dolor agudo le atravesó el vientre. Se encogió, llevándose las manos a la barriga.
—Ana… algo va mal…
Ana cogió las llaves al vuelo.
—Nos vamos al hospital ahora mismo.
De camino, la visión de Lucía se volvió borrosa. El móvil vibró sobre sus piernas. Un mensaje de Diego.
Si no puedes con la maternidad, yo me quedaré con la criatura. No estás capacitada.
Otra contracción. Más fuerte.
La ambulancia las recogió a mitad de camino. Trasladaron a Lucía en camilla mientras las sirenas cortaban la noche de lluvia. Un sanitario intentaba tranquilizarla, pero el pánico le arañaba el pecho.
Entonces, un chirrido metálico.
Un coche oscuro embistió la ambulancia por un lateral, obligándola a derrapar. Ana gritó. Las luces parpadearon. Lucía sintió que todo se le escapaba de las manos.
Las voces se mezclaron, lejanas.
Y entonces, una mano firme sujetó la suya con fuerza.
—Quédese conmigo. No se vaya. Yo estoy aquí.
Un hombre empapado, con el abrigo chorreando. Mirada decidida, serena.
Esteban Márquez.
Un inversor muy conocido en el mundo empresarial. Un desconocido para ella. Alguien que no tenía por qué preocuparse… pero lo hacía.
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