—La publicación de tu compañera de piso en redes sociales. Vi la foto del Día del Padre hablando de “perder a tu papá siendo joven”. No voy a decir que no dolió. Pero lo entendí.
Miré alrededor del taller. Vi una pared llena de fotos. Todas mías. Fotos escolares. Graduaciones. Fotos espontáneas en el campus que yo no sabía que existían. En el centro, una carta de aceptación enmarcada de aquella universidad de élite.
—¿Cómo conseguiste eso?
—La señora Patterson, la vecina. Se la enseñaste. Ella me hizo una copia. Fue el día más orgulloso de mi vida.
—¿Más que el día que nací?
—Es un orgullo diferente. Nacer es cuestión de azar. Eso de la universidad fue una elección. Tú elegiste ser extraordinaria.
Empecé a llorar.
—Lo siento. Lo siento tanto.
—No lo sientas. Estabas protegiéndote. Lo entiendo.
—¿De qué?
—De amar a alguien de quien el mundo te enseñó a avergonzarte.
Eso me rompió. Porque era verdad. Cada profesor, cada amigo, cada padre de novio había reforzado lo que yo ya creía: que los moteros eran menos. Que la pobreza daba vergüenza. Que el lenguaje del amor de mi padre —aceite de motor y cuero— era inferior a las catas de vino y los palos de golf.
—Háblame de mamá —le dije—. Cuéntame la verdad.
Y lo hizo. Me habló del diagnóstico. De las facturas. De la segunda hipoteca. De la decisión de quedarse con la moto. De la bendición de ella para que trabajara en los rallies. De sus últimas palabras.
—Dijo: “Asegúrate de que Cati vuele”. No caminar. No correr. Volar. Todo lo que hice fue intentando darte alas.
—Yo volé lejos de ti.
—A veces volar se ve así.
Nos quedamos en silencio. Entonces oí motos. Muchas.
—Salida de domingo —explicó papá—. El club. Salimos todas las semanas.
Aparcaron unos veinte moteros. Todos mayores. Todos con los mismos parches que él. Me vieron y se detuvieron.
—No puede ser —dijo uno—. ¿Es Cati?
—Jaco —dije, reconociéndolo—. Hola.
—¡La universitaria ha vuelto! De esa universidad famosa, ¿no?
Todos sabían. Los veinte sabían lo de la universidad. Mis notas. Mi oferta de trabajo.
—Oso nos enseña todo —explicó Tomás—. Cada artículo. Cada logro. Chica, aquí eres una celebridad.
Oso. El nombre de ruta de mi padre. Porque era grande, protector y, según mi madre, daba los mejores abrazos.
—Ustedes también aportaron —dije—. A mi cuenta.
Miraron a papá.
—Se ha enterado —dijo él.
Jaco soltó una carcajada.
—Ya era hora. Tu viejo se ha estado matando durante años. Durmiendo en esa camioneta destartalada. Comiendo basura. Para que tú lo tuvieras todo.
—¿Por qué? —les pregunté—. ¿Por qué ayudarme si yo os ignoré todo este tiempo?
Miguelón dio un paso al frente.
—Porque eso hace la familia. Y te guste o no, niña universitaria, tú eres familia.
Me invitaron a rodar con ellos. Casi dije que no. Por costumbre. Pero papá me tendió algo.
—El casco de tu madre. Lo guardé para ti.
Era rosa. Por supuesto que era rosa. Mamá amaba el rosa.
Rodé detrás de papá. Los brazos rodeándole la cintura. Sintiendo que pesaba treinta kilos menos que en su último abrazo ocho años antes. Condujo despacio. Con cuidado. Como si llevara algo precioso.
Paramos en la tumba de mamá. Los veintiuno. Papá la había estado cuidando. Flores frescas cada semana. La lápida siempre limpia.
“Amada esposa y madre”, se leía. “Nos enseñó a volar”.
—Te la he traído —le dijo papá a la lápida—. Nuestra Cati-bichito. Graduada de una gran universidad. Como tú soñabas.
Me arrodillé a su lado.
—Lo siento, mamá. Por mentir sobre papá. Por avergonzarme. Por no entender.
Sonaron unos carillones con el viento en el cementerio. Papá sonrió.
—Ella lo sabe.
Rodamos tres horas. Paramos en un restaurante de carretera. Papá pidió por mí sin preguntar. Aún se acordaba. Tortitas con chispas de chocolate. Mucha nata montada. Café, no zumo.
—Cuéntanos de la universidad —dijo Tomás.
Así que lo hice. Les hablé de todo. De las clases. De la presión. Del síndrome del impostor. De cómo trabajé el doble porque estaba convencida de que todos podían oler la pobreza en mí.
—Tú pertenecías allí —dijo papá en voz baja—. Siempre perteneciste.
—También pertenezco aquí.
Eso le hizo llorar. Era la primera vez que le veía llorar. Ni siquiera en el funeral de mamá se había derrumbado así.
—Tengo algo que decirte —le dije—. Sobre Guillermo.
—¿Tu prometido?
—Ex prometido. Lo dejé esta mañana.
—¿Por qué?
—Porque cuando te vio en la graduación, te llamó basura. Dijo que había tenido suerte de que mi padre estuviera muerto y no fuera “eso”. Me di cuenta de que llevaba años saliendo con hombres que confirmaban mis peores creencias sobre mí. Sobre de dónde vengo.
—Cati-bichito, no tienes por qué…
—Sí, tengo. He estado tan ocupada huyendo de quién soy que se me olvidó quién soy. Morales, no solo Ruiz. Hija de motero. Criada en una caravana. Becada con rallies de motos. Y orgullosa de ello.
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