La mesa se quedó en silencio.
—¿Y el banco? —preguntó Jaco.
—Voy a aceptar el trabajo. Pero también voy a crear una fundación. Becas para chicos cuyos padres trabajan con las manos. Mecánicos. Albañiles. Moteros. Chicos que creen que las grandes universidades son para otros.
Papá me miró fijamente.
—Fundación Catalina Morales —proseguí—. En nombre de mamá. Financiada por alguien que entiende que a veces el amor se parece a un chaleco de cuero. Que a veces el sacrificio se parece a un rally de motos. Que a veces los mejores padres son aquellos a los que el mundo desprecia.
—¿Y cómo la vas a financiar? —preguntó Miguelón.
Sonreí.
—Bueno, conozco a unos cuantos moteros que son muy buenos organizando rutas solidarias.
El rugido de aprobación hizo temblar el restaurante.
Empezamos esa misma tarde. A planear. La “Primera Ruta Memorial Cati Morales”. Todo lo recaudado, para el fondo de becas. Papá diseñando el recorrido. Jaco con la logística. Tomás con la difusión.
—Conocemos a mil moteros en seis estados —dijo Miguelón—. Esto puede ser enorme.
—Papá —dije—. Quiero aprender.
—¿Aprender qué?
—A conducir. Yo sola. Mamá nunca pudo enseñarme.
—Es peligroso.
—También es peligroso fingir ser alguien que no soy.
Me enseñó con la vieja moto de mamá. La que había mantenido escondida. Restaurada. Esperando.
—Siempre decía que volverías por ella —explicó—. Decía que un odio tan fuerte solo podía venir de un amor igual de profundo.
Tenía razón.
Aprendí a conducir en el mismo aparcamiento donde papá había enseñado a mamá treinta años antes. Me caí seis veces. Me levanté siete. Al atardecer, ya rodaba sola. Libre.
—Eres una natural —dijo papá—. Tienes el equilibrio de tu madre. Y mi cabezonería.
—Lo mejor de los dos.
La primera ruta memorial se hizo seis meses después. 1.500 motos. 186.000 dólares recaudados. Tres becas completas para una universidad de élite para hijos de trabajadores manuales.
Yo di el discurso de apertura. Conté mi historia. La real. El parque de caravanas. La madre enferma. El padre que vendió su dignidad pero conservó la moto. Los rallies que pagaron sueños. La vergüenza que casi me lo quita todo.
—Mi padre es Juan “Oso” Morales. Motero. Mecánico. Dejó el instituto. Y es el mejor hombre que conozco. Soy todo lo que soy porque él eligió dejar que yo le odiara en lugar de limitarme.
Papá lloraba otra vez. Todo el club lloraba. Mil quinientos moteros, llorando.
—Esta ruta no es caridad —continué—. Es justicia. Es la prueba de que cada niño merece una oportunidad, no solo los del código postal “correcto”. De que cada sacrificio de un padre cuenta, no solo el de los que llevan traje.
Ese día se anunció al primer becado. María González. Hija de un techador. Nota perfecta en los exámenes. Carta de aceptación en la mano. Ninguna forma de pagarlo.
Hasta ahora.
Abrazó a papá.
—Gracias, señor Morales.
—Dale las gracias a Cati —dijo él—. Es ella la que recordó de dónde viene.
—Nunca lo olvidé —corregí—. Solo me perdí un tiempo.
Eso fue hace tres años.
La fundación ha financiado a cuarenta y dos estudiantes. Grandes universidades. Carreras de ciencia, derecho, ingeniería. Chicos a los que les dijeron que “eso no era para ellos”. Hijos de manos sucias para que sus futuros pudieran estar limpios.
Sigo trabajando en el banco. Pero los fines de semana, ruedo. Con papá. Con el club. Con chicos que necesitan ver que alguien que se parece a sus padres puede criar a alguien que conquiste el mundo.
Papá está enfermo ahora. Cáncer de pulmón. Probablemente por treinta años respirando humo de escape. Él bromea diciendo que valió la pena.
—Cada kilómetro te compró un libro —dice—. Buen trato.
Me mudé de vuelta a Kansas. Compré una casa a cinco minutos del taller. Guillermo lo llamó “retroceso”. Yo lo llamé “volver a casa”.
Mi novio nuevo, Marcos, es médico. Conduce una moto deportiva. Entiende que las salidas de domingo no son opcionales. Que papá va primero. Que el club es familia.
—Tu padre es increíble —dijo después de conocerlo—. Lo sacrificó todo y no pidió nada.
—Pidió una cosa.
—¿Cuál?
—Que yo volara.
—¿Y lo hiciste?
Miré mi diploma en la pared. Mi tarjeta de empleada del banco. Mi licencia de conducir motos. Las fotos de los becados.
—Sí. Volé. Pero aprendí algo que esa gran universidad nunca me enseñó.
—¿Qué cosa?
—Que volar no significa largarse. Significa subir tan alto que puedas ver que la tierra de la que saliste siempre fue sagrada.
A papá le quedan quizá seis meses. Tal vez un año. Rodamos todos los días que puede. Me está enseñando a reconstruir motores. A pintar motos. A entender que el cromo y el cuero pueden ser lenguajes de amor.
—Estoy orgulloso de ti, Cati-bichito —me dice cada día.
—¿Por la universidad?
—No. Por volver a casa. Por verme. A mí de verdad.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, niña universitaria.
La semana pasada, la universidad me llamó. Quieren que dé el discurso de graduación. Tema: “Éxito auténtico”.
Dije que sí. Pero solo si papá podía estar en el escenario conmigo.
—No puedo —dijo—. Mírame.
Está delgado. Débil. A veces necesita oxígeno.
—Te veo —le dije—. Veo al hombre que se dejó la vida para que yo pudiera vivir. Que dejó que le odiara para que yo pudiera quererme. Que me enseñó que a veces el amor más grande es dejar que alguien vuele lejos. Y el mayor valor es volar de vuelta.
Él estará ahí. En primera fila. Chaleco de cuero encima del traje. Tanque de oxígeno si hace falta. Mi héroe. Mi padre. El don nadie importante que fue mi todo.
Porque eso fue lo que aprendí con aquella caja de madera. Que el amor no siempre es bonito. A veces es un motero teniendo que elegir entre estar junto a su esposa moribunda o competir por el dinero para intentar salvarla. A veces es comer sopa barata para que tu hija pueda comer sushi en el comedor universitario. A veces es dejar que el mundo crea que estás muerto para que otra persona pueda vivir libre.
El título del discurso:
“Mi padre, el motero: cómo el humo de las motos pagó mis sueños universitarios”.
Papá se rió cuando se lo conté. Luego tosió. Luego lloró.
—A tu madre le encantaría esto —dijo.
—Ella lo sabe —contesté, mirando los carillones de viento que había colgado en el taller. Los que suenan cada vez que alguien pronuncia su nombre.
En ese momento, estaban sonando.






