Laura Mendoza, con ocho meses de embarazo, estaba sentada en silencio en la habitación de la Clínica Santa Lucía, en las afueras de Valencia.
Las paredes eran de un azul muy claro, el aire olía a desinfectante suave y el pitido rítmico del monitor le recordaba que una pequeña vida dependía de su calma.
La habían ingresado por tensión alta y contracciones irregulares, con la esperanza de que unos días de reposo protegieran al bebé. Sola en la cama, Laura dibujaba círculos con la mano sobre la barriga y susurraba promesas de que todo iría bien… aunque ella misma no estaba segura de creerlo.
Solo unos meses antes, su vida parecía estable.
Ella y su marido, Javier Torres, se habían casado jóvenes y habían construido una vida tranquila.
Él trabajaba en una asesoría financiera en el centro; ella era maestra en un colegio público del barrio.
Pero últimamente todo había cambiado. Reuniones nocturnas, mensajes borrados, un perfume desconocido en sus camisas y una distancia fría en sus conversaciones transformaron sus sospechas en certeza. Javier tenía una aventura.
La otra mujer era Carla Rivas, una compañera de su trabajo, conocida por su inteligencia rápida y una ambición que cortaba como cuchillo.
Cuando Laura se armó de valor para enfrentarlo, Javier no lo negó. Solo dijo que se sentía “atrapado” y que necesitaba “vivir su vida”. Después, tomó las llaves y se fue, dejándola con un silencio pesado y una habitación infantil llena de preguntas sin respuesta.
Ahora, encerrada en una habitación de hospital, Laura intentaba ser fuerte. El corazón le latía deprisa, pero respiraba hondo, una y otra vez.
El pasillo estaba tranquilo aquella tarde cuando, de repente, la puerta se abrió de golpe. Carla apareció en el marco, con un vestido azul marino entallado y la expresión dura, controlada.
—Así que aquí te escondes —dijo, entrando sin pedir permiso—. ¿De verdad crees que este bebé va a hacer que vuelva contigo? Lo estás atando. Lo ahogas.
Laura intentó incorporarse, con el corazón desbocado.
—Por favor, vete —pidió en voz baja.
Los ojos de Carla chispearon de rabia. Se acercó a la cama y le agarró el brazo con fuerza, tirando de ella hacia delante.
—No te lo mereces. Nunca lo entendiste. Él merece algo mejor que esta vida mediocre…
—Aléjate de ella.
Una voz profunda cortó la escena como un cuchillo.
Laura giró la cabeza. En la puerta, un hombre alto, con un abrigo oscuro, la miraba fijamente. Sus ojos no estaban en Carla, sino en ella: quietos, firmes, de un tono cálido que le resultó extrañamente familiar.
—¿Y tú quién eres? —espetó Carla, sin soltar el brazo de Laura.
El hombre no contestó enseguida. Dio unos pasos dentro de la habitación. Su postura era tranquila, pero había en ella algo claramente protector.
Y entonces Laura lo sintió. No era miedo.
Era reconocimiento.
Había visto esa mirada antes. No en persona, sino en una foto vieja, un papel doblado que su madre guardaba en una caja de zapatos. Su madre nunca hablaba mucho de su padre. Solo decía que se marchó cuando Laura no tenía ni dos años. Para ella, era casi un fantasma del pasado.
Sin embargo, allí estaba.
—Suéltala —dijo el hombre, dirigiéndose por fin a Carla—. Esto es un hospital, no un campo de batalla.
Carla dudó un segundo, sorprendida por la seguridad de su tono.
Luego resopló y soltó el brazo de Laura con un gesto brusco. Justo en ese momento aparecieron dos enfermeras, alertadas por las voces. El hombre levantó la mano con calma.
—Todo está bajo control —les dijo—. Pero revisen a la paciente, por favor.
Después se volvió hacia Carla.
—Te vas ahora mismo o llamo a seguridad. Y no solo a seguridad del hospital.
El mensaje era claro. Carla lanzó una última mirada de odio a Laura, dio media vuelta y salió del cuarto con los tacones golpeando el suelo del pasillo.
Las enfermeras rodearon a Laura. Su tensión se había disparado; el monitor marcaba un ritmo acelerado.
—Te has puesto muy nerviosa, Laura —murmuró una de ellas—. Intenta respirar despacio.
El hombre se quedó cerca de la puerta, sin estorbar, pero sin irse. Cuando las enfermeras salieron, Laura se quedó un instante mirando sus propias manos, que aún temblaban. Luego habló, con la voz rota.
—¿Quién es usted? ¿Por qué está aquí?
Él inspiró hondo, como quien se prepara para una confesión larga.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada —empezó—. Menos aún tu confianza. Pero soy tu padre. Me llamo Miguel Álvarez. Llevo años buscándote. Tu madre se fue sin dejar rastro. No sabía dónde estabais. No quise irrumpir en tu vida… hasta que lo consideré necesario.
Laura sintió que la habitación daba vueltas.
—Mi… padre —repitió, casi sin voz.
—Trabajo con temas legales y, por casualidad, vi tu nombre en una lista de ingresos. Pensé que podía ser una coincidencia, pero la edad, el apellido… Todo cuadraba. Y vine —continuó él, más suave—. No quería que estuvieras sola. No así.
A Laura le ardían los ojos.
Quería gritar, llorar, hacer mil preguntas. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué su madre nunca le contó toda la verdad? ¿Por qué ahora? Pero antes de poder ordenar sus ideas, un dolor agudo le atravesó el vientre. Las contracciones se hicieron más intensas, más seguidas.
Miguel pulsó el botón de llamada.
—¡Enfermera! —alzó la voz, manteniendo la calma—. Algo no va bien.
Las enfermeras volvieron casi de inmediato. Una de ellas palpó el vientre de Laura y miró el monitor.
—El parto se está adelantando —anunció—. Tenemos que llevarla a la sala de partos ya.
La colocaron con cuidado en una camilla. Mientras la empujaban por el pasillo, Miguel caminó a su lado, sosteniéndole la mirada.
—No estás sola, Laura —le dijo en voz baja—. Estoy aquí.
Horas después, entre luces fuertes, voces mezcladas y órdenes rápidas, un llanto pequeño rompió el aire. Laura, agotada, solo alcanzó a ver una sombra envuelta en una manta antes de que el sueño pesado la arrastrara.
Cuando despertó, la habitación estaba en penumbra.
El monitor sonaba más tranquilo. A su lado, en una cuna transparente, dormía un bebé con la cara arrugada y un gorrito diminuto. Laura miró fijamente hasta que se dio cuenta de que era su hijo. Su hijo. Un nudo de emoción le apretó la garganta.
En un rincón, sentado en una silla, Miguel la observaba. Tenía los ojos enrojecidos, pero una expresión serena.
—Es un niño —dijo, casi en susurro—. Un campeón. Los médicos dicen que está delicado, pero fuerte. Igual que su madre.
Laura ladeó la cabeza, todavía débil.
—No sé qué decir —admitió.
Miguel se levantó despacio y se acercó un poco, pero no demasiado.
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