Me llamo Laura Morales, aunque hace unos años me llamaba Laura Torres, la esposa de un hombre que creía que el valor de una mujer se medía por los hijos que podía darle. Vivíamos en Valencia, casados desde hacía poco, y yo pensaba que teníamos un buen matrimonio. Mi marido, Sergio Torres, trabajaba en una consultora financiera, siempre con traje, siempre con prisas, siempre hablando de “su futuro”. Durante los dos primeros años todo parecía perfecto: cenas fuera, fines de semana en la playa, conversaciones largas sobre la vida. Sergio repetía una y otra vez que soñaba con una familia grande. A mí me enternecía escucharlo… o eso creía.
Cuando empezamos a buscar un bebé, todo cambió.
Al principio, Sergio fue paciente. Me acompañaba al médico, me tomaba de la mano, me decía que “ya llegaría el momento”. Pero los meses pasaban, los tests seguían saliendo negativos y, poco a poco, su tono se volvió más frío. Cada cita médica, cada análisis, cada tratamiento hormonal empezó a sentirse como un examen que yo suspendía una y otra vez. Me veía sentada en aquellas consultas frías, con bata de papel, sintiéndome menos esposa y más experimento.
—No te estás esforzando lo suficiente —me dijo una vez, cuando rompí a llorar por los efectos secundarios de la medicación.
No te estás esforzando lo suficiente.
En el tercer año de matrimonio, nuestra casa se convirtió en un campo de batalla silencioso. Sergio tenía una aplicación en el móvil para controlar mis días fértiles; programaba nuestras relaciones como si fueran reuniones de trabajo, y dejó de tocarme en cualquier otro momento. Cuando lloraba, me decía que era “demasiado dramática”, que mi estrés era el culpable de la infertilidad, que en el fondo todo era culpa mía.
Una noche, después de otro mes de desilusión, me sentó en la mesa del comedor, la misma donde antes nos reíamos comiendo pizza de caja. No parecía enfadado. Parecía… cansado.
—Laura —suspiró—, creo que deberíamos tomarnos un tiempo. De esto… y de nosotros.
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos.
—¿Te vas a ir porque no puedo darte un hijo? —pregunté con la voz temblorosa.
—Me voy porque este matrimonio ya no es sano. Te has obsesionado con ser madre. Es lo único de lo que hablas —respondió con frialdad.
Tres días después, un mensajero llamó al timbre con los papeles del divorcio. Sin conversación. Sin intento de arreglar nada. Sólo un corte limpio.
Sergio se volvió a casar en menos de un año con una chica llamada Mónica, sonrisa perfecta y fotos constantes en redes sociales. Poco después, llegó la noticia: Mónica estaba embarazada. Y cuando yo empezaba por fin a recomponerme, recibí un sobre cuidadosamente dirigido a mi nombre: una invitación a su baby shower, con una nota escrita a mano:
“Espero que puedas demostrar que estás feliz por nosotros”.
Casi no fui.
Hasta que escuché el verdadero motivo por el que me había invitado.
Sergio quería humillarme.
Y en ese momento, todo cambió.
Aquel día, al oírlos hablar, mi dolor se transformó en fuego.
Había pasado por delante de la casa del hermano de Sergio, diciéndome a mí misma que sólo quería ver el barrio desde lejos, como quien mira una herida que todavía no se atreve a tocar. Pero en el patio trasero oí sus voces, claras, sin filtro, como si el mundo entero pudiera escucharlos.
Sergio se reía.
—Claro que vendrá. Laura es demasiado patética para no aparecer. Llegará sola, con esa cara de lástima, y todos entenderán por qué tuve que seguir adelante. La gente dejará de juzgarme.
Mónica soltó una risita.
—Bueno, sólo espero que no nos arruine la fiesta. Pobre.
Pobre.
Esa palabra dolió más que cualquier insulto.
Me fui de allí siendo otra. Algo en mí se rompió, pero no para debilitarme, sino para despertarme. Sergio no sólo me había dejado. Había intentado destruir mi autoestima. Y ahora quería usar mi dolor como espectáculo.
No.
No iba a permitirlo.
Poco después me mudé a Ciudad de México, donde vivía mi hermana mayor. Allí, en una ciudad grande, ruidosa y llena de historias, conseguí trabajo en una fundación que apoyaba a mujeres emprendedoras que lo habían perdido todo: su empleo, su pareja, su salud. Ayudarlas a levantarse me dio un propósito nuevo. Poco a poco, sentí que volvía a ser una persona entera, no una sombra.
Seis meses más tarde, conocí a Daniel Herrera en un congreso sobre negocios sociales. Era emprendedor en el ámbito tecnológico, con éxito, sí, pero sin la arrogancia de otros. Hablaba poco y escuchaba mucho. Tenía esa forma de mirar a la gente que te hacía sentir vista, no evaluada.
Cuando por fin le conté mi historia, me preparé para ver en sus ojos pena o incomodidad.
En lugar de eso, me dijo:
—Él no se fue porque no pudieras tener hijos. Se fue porque no soportaba estar con alguien que un día descubriría que merecía algo mejor.
Nadie me lo había dicho tan claro.
Nos fuimos enamorando despacio, con cuidado, como dos personas que no quieren agarrarse por miedo, sino decidir construir. Cuando me pidió que me casara con él, no fue en un restaurante caro ni con fuegos artificiales. Estábamos los dos sentados en el suelo del salón, doblando ropa recién lavada. Un momento simple, cotidiano, tan honesto que por eso dije que sí sin dudar.
Cuando empezamos a intentar tener un bebé, volví a sentir ese nudo en el estómago. Me preparé para otro derrumbe.
Pero la vida me sorprendió.
Me quedé embarazada. Y no de un bebé.
De cuatro.
Alma.
Nico.
Luz.
Mateo.
Cuando nacieron, Daniel lloró más que yo. Nuestro hogar se llenó de ruido, de llantos, de risas, de juguetes por todas partes. Era caótico, agotador, maravilloso. Todo aquello que yo temí haber arruinado para siempre.
Yo había sanado.
Por eso, cuando llegó la segunda invitación al baby shower de Sergio y Mónica, dirigida a “Laura Torres”, sonreí.
Él no tenía ni idea de en qué mujer me había convertido.
La fiesta se celebró en el jardín de un club social a las afueras de Valencia. Globos blancos, mesa dulce con pastelitos monogramados, gente bien vestida pendiente más del móvil que de la conversación. Era el mundo de Sergio: impecable por fuera, vacío por dentro.
Yo llegué con Daniel y nuestros cuatro pequeños. Bajamos de un coche familiar, sin lujos, pero limpio y amplio para sillitas y bolsos. En cuanto mi tacón tocó el suelo, sentí cómo las conversaciones se detenían a nuestro alrededor.
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