ELLA SE BURLÓ DE UNA NIÑA HAMBRIENTA Y NOS ECHÓ BAJO LA LLUVIA HELADA, SIN SABER QUE LA “MUJER DE LIMPIEZA” QUE LA DEFENDIÓ VOLVERÍA AÑOS DESPUÉS COMO DUEÑA DE TODO SU IMPERIO PARA DARLE UNA LECCIÓN CRUEL SOBRE EL KARMA
PARTE 1
Estaba al otro lado del cristal, mientras la lluvia resbalaba por el ventanal como lágrimas de un rostro olvidado. Dentro, el restaurante “Casa Luz de Oro”, en pleno centro de Madrid, brillaba con la calidez de cien velas y el murmullo elegante de la gente adinerada.
Yo no estaba dentro. Aún no.
Me encontraba en el callejón lateral, con los nudillos blancos de tanto apretar una bolsa de plástico que solo llevaba aire y desesperación.
Me llamo Catalina. Si hoy me buscas en internet, verás titulares como “La Reina Inmobiliaria de España” o “La Empresaria que Alimentó Madrid”.
Pero aquella noche, hace cinco años, yo no era nadie.
Era un fantasma.
Solo la señora de la limpieza que fregaba los baños de un edificio cercano, invisible para los ejecutivos que pasaban a mi lado sin mirarme.
Había terminado un turno de catorce horas. Me dolía la espalda y tenía el estómago vacío. Caminaba hacia los contenedores detrás de los restaurantes de lujo, esperando encontrar algo —lo que fuera— antes de volver al pequeño sótano húmedo donde vivía en Vallecas.
Entonces la vi.
No tendría más de siete años. Estaba acurrucada bajo un pequeño tejadillo metálico, tiritando tanto que sus dientes chocaban entre sí como si llevaran un ritmo propio. Estaba empapada, el pelo pegado a la cara. En sus manos temblorosas sostenía un vasito de plástico arrugado.
Observaba a la gente pasar, con los ojos abiertos y suplicantes. Pero era invisible para ellos. Como yo.
Mi corazón se rompió un poco. Me acerqué, ignorando la lluvia helada que traspasaba mi abrigo desgastado.
—Hola —susurré, arrodillándome para no asustarla—. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Inés —dijo con un hilo de voz.
Sus ojos eran de un gris azulado que me recordó al mar Cantábrico en invierno. Un dolor profundo, impropio en una niña, se escondía allí.
—¿Dónde están tus padres, Inés?
—No están… —respondió—. Tengo hambre. Mucha hambre.
Rebusqué en mi bolsa, esperando encontrar una galleta, un trozo de pan, algo. Nada. Vacía. Sentí una inutilidad tan grande que me mareé.
De repente, la puerta metálica del restaurante se abrió con estruendo.
La luz nos cegó un segundo.
Una mujer salió. Llevaba un abrigo de piel que costaría más de lo que yo ganaba en años. Sus tacones sonaron contra el suelo húmedo como el martillo de un juez. Era Elena, la dueña. La conocía de oídas: estricta, obsesionada con la imagen y famosa por tratar mal a su personal.
—¡Fuera de aquí! —gritó, retorciendo la cara de asco—. ¡No quiero vagabundos espantando a mis clientes!
Inés se encogió contra la pared, como esperando un golpe.
Me levanté. Las piernas me temblaban, no por el frío, sino por una rabia ardiente que me subió por la garganta.
—Perdone —dije, más fuerte de lo que quería—. Es solo una niña. Está hambrienta.
Elena soltó una risa seca.
—¿Hambrienta? Que vaya a un albergue. Yo no doy limosnas.
Entonces, Inés hizo algo que aún me persigue en sueños. Dio un pasito hacia ella, con sus manos temblorosas.
—Señora… —sollozó—. ¿Me regala sus sobras? No necesito plato. Puedo comer del cubo…
El silencio fue mortal.
Elena bajó la mirada hacia la niña con una repugnancia pura.
—¿Sobras? No sabes ni lo patética que suenas. Mis sobras valen más que tú.
Acto seguido, agarró una bolsa de pan recién horneado que un empleado había dejado para tirar. En lugar de dárselo a la niña, caminó hacia el contenedor, lo tiró dentro del fondo lodoso y cerró la tapa con un golpe.
—Uy —dijo con una sonrisa cínica—. Ya está donde pertenece.
La puerta se cerró tras ella con un “clic” definitivo.
Inés rompió a llorar y corrió hacia el contenedor, intentando escalarlo.
—¡No! —La sujeté antes de que tocara aquella mugre—. No, cielo. Por favor.
—¡Tengo hambre! —gritaba—. ¡Me duele!
—Ven conmigo —dije llorando—. No tengo mucho, pero tengo calor. Vente conmigo.
Esa noche, en mi cuartito húmedo, compartí lo que tenía: una lata de sopa, unas galletas viejas y mi único edredón.
A la mañana siguiente ya sabía que no podía dejarla sola en la calle. Descubrí que había escapado de un hogar de acogida donde la trataban mal. El sistema la había abandonado.
Nos convertimos en un equipo.
Yo trabajaba por las noches; ella iba al colegio y me ayudaba los fines de semana.
Éramos pobres, sí. Pero teníamos dignidad.
Pero la vida siempre prueba cuánto podemos aguantar.
Tres meses después, me despidieron.
La misma Elena me vio en el edificio que su empresa administraba. Yo estaba tomando un descanso de cinco minutos. Me acusó de “merodear” y de robar material de oficina. Una mentira. Una excusa para echar a la “mendiga” que recordaba del callejón.
Perdí el trabajo. Perdí mi reputación.
Esa noche, sentada en la cama, viendo a Inés dormir, recé.
“¿Es esto un castigo por intentar ayudar? ¿Por qué el mundo es tan cruel?”
Pero el universo nunca olvida.
Una semana después, recogiendo latas para pagar la luz, vi a un hombre mayor desplomarse en plena calle cerca de la Plaza de España. La gente lo esquivaba como si fuera invisible.
Yo corrí hacia él. Le hice reanimación hasta que llegó la ambulancia. Me quedé a su lado en el trayecto, sosteniéndole la mano.
No sabía que aquel hombre era Don Miguel Serrano, uno de los mayores inversionistas inmobiliarios del país.
Cuando despertó, pidió verme.
—¿Por qué me ayudaste? —preguntó.
—Porque nadie merece quedarse solo en el frío —respondí.
Me ofreció un trabajo al día siguiente.
No de limpieza.
De asistente en su departamento de logística.
—Necesito gente con corazón —dijo—. Lo demás se aprende.
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