“Después de echarla de casa con su hijo, la amante le dio 500 euros… y tres días después volvió para cambiarlo todo”
La lluvia caía con fuerza aquella noche en Madrid, de esas que convierten el asfalto en un espejo y apagan hasta el ánimo. En el porche de una casa adosada en las afueras, Inés Morales estaba descalza, con su hijo de tres años, Leo, temblando en sus brazos. Detrás de ella, la puerta del hogar que había sido suyo durante diez años se estaba cerrando… no con un portazo, sino con una calma fría, definitiva, que dolía más.
—Javier, por favor —susurró Inés, con la voz rota—. No hagas esto… delante del niño.
Su marido, Javier Serrano, se apoyó en el marco de la puerta, la camisa medio abierta, el brazo sobre los hombros de una mujer más joven con un abrigo rojo. Su cara estaba vacía: ni amor, ni vergüenza, ni arrepentimiento.
—Tú tomaste tus decisiones, Inés —dijo, seco—. Ahora vive con ellas.
Inés parpadeó, sin entender.
—¿Mis decisiones? Yo lo dejé todo por esta familia.
Javier soltó una risa corta, amarga.
—No dejaste nada. Te acomodaste. Claudia me hace sentir vivo otra vez.
La joven —Claudia— sonrió apenas, como quien se cree ganadora, pero evitó mirar a Inés a los ojos. El silencio se estiró entre los tres hasta que Javier, cansado, remató:
—Vete. No quiero un espectáculo.
Inés apretó a Leo contra su pecho, tragó orgullo y dio un paso hacia la calle. La lluvia la empapó en segundos, se le metió en el cuello, en la ropa, en el alma. No lloró. Todavía no. Solo sintió una especie de vacío, como si algo dentro se hubiera apagado.
Pero cuando llegó casi al final del camino de entrada, oyó pasos rápidos detrás de ella. Claudia corría, y sus tacones salpicaban los charcos.
—¡Espera! —llamó Claudia.
Inés se dio la vuelta despacio, esperando otro golpe, otra humillación. En vez de eso, Claudia le metió en la mano un fajo de billetes húmedos: quinientos euros.
—Toma —dijo, con una serenidad rara—. Alquila una habitación. Unos días.
Inés frunció el ceño.
—¿Por qué harías…?
Claudia se acercó, tan cerca que sus palabras le rozaron el oído.
—Tres días. Solo te pido tres días. Vuelve después… y lo vas a entender todo.
Antes de que Inés pudiera responder, Claudia giró sobre sí misma y regresó a la casa. La dejó allí, bajo la lluvia, confundida, humillada… y, sin embargo, inquieta por aquel tono. No había sonado como burla. Había sonado como advertencia.
Esa noche, en una pensión sencilla cerca de la M-30, Inés se quedó despierta junto a su hijo dormido, mirando el techo desconchado. Las palabras de Claudia le volvían una y otra vez, como una gota insistente.
“Vuelve en tres días…”
Inés aún no lo sabía, pero esa frase iba a partir su vida en dos.
A la mañana siguiente, la lluvia había aflojado, pero por dentro Inés se sentía más pesada que nunca. Se levantó temprano, envolvió a Leo en una manta y se quedó mirando por la ventana, donde el cielo seguía gris, sin promesa. Tenía preguntas que no se atrevía a contestar.
Había querido a Javier desde la universidad. Habían empezado sin nada: un piso pequeño, muebles prestados, cafés baratos y sueños enormes. Él fue su compañero, su primer amor, el hombre que juró cuidarla “en la salud y en la enfermedad”. Pero ahora comprendía algo que duele aprender tarde: las promesas, sin hechos, son solo aire.
Los dos primeros días buscó dónde sostenerse. La dueña de la pensión, una mujer mayor de manos firmes, le dejó pagar parte más tarde cuando vio al niño y la cara de Inés. Con el dinero de Claudia estiró lo imposible, y también se movió para conseguir trabajo: un puesto temporal de contabilidad en una oficina pequeña, algo que le diera independencia, aunque fuera a paso lento.
Aun así, por más que se obligara a estar ocupada, su cabeza volvía a lo mismo: aquel susurro.
“Vuelve en tres días…”
Al tercer atardecer, Inés ya no pudo ignorar el tirón. No era por Javier. Era por cerrar la herida. Por saber si lo que había visto era el final o solo una parte fea del cuento.
Dejó a Leo dormido en casa de una amiga —una vecina de toda la vida que no hizo preguntas, solo la abrazó fuerte— y prometió volver pronto. Luego condujo por calles tranquilas, con los faros reflejándose en el asfalto mojado. En el pecho llevaba una mezcla extraña: miedo y curiosidad, como cuando uno sabe que va a escuchar algo que no quiere oír… pero necesita.
Cuando llegó, vio las luces encendidas. Y la puerta principal —la misma que Javier le cerró sin mirarla— estaba ahora abierta de par en par.
Inés se quedó un segundo en la verja. Desde dentro se oían voces elevadas. La de Javier: tensa, enfadada, con un filo de pánico. La de Claudia: rota, llorosa.
Inés avanzó con el corazón golpeándole las costillas.
A través de la ventana del salón, vio a Javier caminando de un lado a otro con el móvil en la mano. Claudia estaba sentada en el sofá, pálida, como si le hubieran quitado el aire.
—¡Te dije que no lo tocaras! —gritó Javier—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
—¡Yo no lo sabía! —sollozó Claudia—. ¡Solo quería que viera la verdad!
Inés se quedó helada.
¿La verdad?
Antes de que pudiera moverse, Javier giró de golpe y la vio. Se le borró el color de la cara, como si de repente hubiera entendido que ya no había vuelta atrás.
Inés empujó la puerta despacio. Dentro olía a alcohol derramado y a humo viejo. Claudia se levantó temblando cerca de la mesa de centro, y encima había una carpeta gruesa, de esas de cartón, bien cerrada.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






