Javier dio un paso hacia ella, con la voz quebrada.
—Inés… no deberías estar aquí.
Claudia se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—Se lo merece. Se lo merece de verdad.
Inés miró la carpeta como si le ardiera. La cogió. Notó el peso, como si dentro hubiera piedras. La abrió… y lo que vio le aflojó las piernas.
Había papeles, transferencias bancarias, movimientos de dinero escondidos, cuentas que ella no conocía. Documentos de una empresa a nombre de Javier… y otros donde aparecía el nombre de Claudia. También había un convenio de separación preparado, firmado por él, pero no presentado. Y, peor aún, una modificación de acuerdos con una firma que imitaba la suya: un cambio hecho a escondidas para dejarla sin nada, sin casa, sin ahorros, sin margen.
Claudia habló en voz baja, como si confesara algo que le dolía.
—Me dijo que tú eras fría. Que ya no lo querías. Que lo tratabas como un mueble… —tragó saliva—. Pero descubrí que también me estaba usando a mí. Quería mover dinero a mi nombre para esconderlo. Y cuando me di cuenta… ya era tarde.
Javier alzó la mano.
—Claudia, basta—
Ella se giró, con los ojos encendidos.
—No. Basta tú.
Inés sintió que diez años se le caían encima en un segundo.
—Tú… ibas a destrozarme por completo —susurró, sin voz casi.
Javier apretó la mandíbula.
—No era así. Yo solo—
Pero Claudia sacó el móvil y, con manos temblorosas, puso un audio.
La voz de Javier llenó el salón, clara, cruel:
—“En cuanto Inés se vaya, vacío la cuenta y desaparezco. A ella no le queda nada. Nada.”
El silencio que vino después fue como un golpe. Javier se quedó inmóvil. Claudia respiraba rápido, como si le doliera el pecho.
Inés miró a Claudia, y por primera vez la vio distinta: no como una enemiga, sino como alguien que también había sido engañada.
—Te dije lo de los tres días —murmuró Claudia— porque necesitaba que lo vieras con tus propios ojos. No para que me perdonaras a mí… sino para que supieras quién era él de verdad. No merece tus lágrimas.
Fuera, la lluvia volvió a empezar, golpeando los cristales con una insistencia suave.
Javier, el mismo hombre que la había echado como si fuera un estorbo, cayó de rodillas. No era un gesto noble. Era puro miedo.
—Inés… por favor. No me arruines.
Ella lo miró un instante largo. No vio al marido de antes. Vio a un desconocido.
Su voz salió firme, casi tranquila.
—No tengo que arruinarte, Javier. Eso ya lo hiciste tú.
Inés dejó la carpeta sobre la mesa, como quien deja una carga que ya no va a llevar. Se dio la vuelta y salió.
Caminó bajo la lluvia, sola, temblando por fuera y rota por dentro… pero extrañamente ligera. Porque a veces la justicia no llega con gritos ni con venganza. A veces llega como una verdad dicha en el momento exacto.
Y esa verdad, por dolorosa que fuera, la estaba liberando.






