En una tarde gris, en las afueras de la ciudad, cuando el cielo parecía tan pesado que podía caerse de un momento a otro, Ana Morales barría los escalones de mármol de la gran casa de los Herrera.
Trabajaba allí desde hacía años como empleada doméstica. Conocía cada esquina del jardín, cada azulejo del suelo. Aquel caserón silencioso, con sus muros altos y su portón de hierro forjado, imponía respeto a cualquiera que pasara por delante.
Mientras recogía unas hojas secas, Ana vio una pequeña figura pegada a la reja del portón. Entrecerró los ojos.
Era un niño.
Estaba descalzo, con los pies sucios y agrietados, la ropa hecha harapos y la cara manchada de polvo. Se abrazaba a sí mismo, temblando por el frío del otoño. Sus ojos hundidos, grandes y oscuros, miraban fijamente hacia la enorme puerta de madera de la casa, como si esperara que alguien saliera a rescatarlo.
A Ana se le encogió el corazón. Había visto niños pidiendo en la ciudad, sí, pero aquel muchacho le pareció distinto. No tendría más de ocho años. Parecía agotado, como si hubiera pasado la noche entera sin dormir bien.
Se acercó con cuidado, temiendo asustarlo.
—Hola, cariño —dijo con voz suave—. ¿Estás perdido?
El niño negó con la cabeza. Sus labios estaban morados por el frío y no dijo nada.
Ana miró hacia la calle, luego hacia la casa.
Su jefe, don Alberto Herrera, un empresario muy rico y siempre ocupado, se suponía que estaría fuera todo el día en reuniones. El chófer también había salido y la gobernanta estaba en el mercado. En teoría, nadie notaría nada si ella…
Se mordió el labio, dudando. Sabía que el señor Herrera era un hombre de reglas estrictas. En aquella casa nada se hacía sin permiso. Pero también sabía que tenía un corazón, aunque casi nunca lo dejara ver.
Miró otra vez al niño. Sus manos delgadas temblaban.
Ana dio un paso al frente y susurró:
—Ven conmigo. Solo un momento. No tengas miedo.
El niño dudó, como si no terminara de creerle. Luego, movido por el hambre y el frío, asintió y la siguió. Caminó despacio, arrastrando los pies descalzos sobre el suelo de piedra.
Ana lo metió por la puerta lateral del servicio, lo llevó directo a la cocina y lo sentó en la mesa pequeña de madera, donde ella solía tomar su café cuando nadie la veía.
Abrió una olla de guiso que había quedado del almuerzo y sirvió un cuenco humeante. Después colocó un trozo de pan al lado.
—Come, mi vida —dijo con ternura—. Está caliente.
El niño miró el plato como si fuera un tesoro. Agarró la cuchara con manos temblorosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras se llevaba los primeros bocados a la boca, casi sin respirar entre uno y otro.
Ana lo observaba desde junto a la encimera, con el corazón en la garganta. Sin darse cuenta, apretó con fuerza el pequeño colgante que llevaba siempre al cuello, una medalla de la Virgen que había sido de su madre.
De pronto, oyó un portazo en la entrada principal. El sonido retumbó por toda la casa.
Ana se quedó inmóvil.
El corazón se le detuvo un segundo.
Don Alberto había regresado antes de lo previsto.
El eco de sus zapatos brillantes sobre el mármol se acercaba, paso a paso. Él solía entrar directo a la cocina para que le prepararan café después de llegar de la oficina.
Ana sintió cómo las piernas le flaqueaban. Si la veía con un niño desconocido dentro de la casa, alimentándolo con la vajilla de la familia, seguramente la despediría sin pensarlo dos veces.
La puerta de la cocina se abrió.
Don Alberto apareció en el umbral con su maletín en la mano. Esperaba encontrarse la cocina vacía, como siempre. En lugar de eso, vio a Ana de pie, pálida, y a un niño harapiento sentado a la mesa, devorando un plato de comida servido en un cuenco de porcelana.
La escena lo dejó tan sorprendido que casi se le resbaló el maletín.
Ana sintió que la sangre se le iba de la cara.
—Señor… —balbuceó— señor Herrera, yo… puedo explicarlo.
Él levantó una mano, pidiéndole silencio. Su mirada, seria y penetrante, se desplazó del rostro asustado del niño a la cuchara que apretaba entre los dedos.
Durante unos segundos que parecieron eternos, nadie dijo nada.
El aire en la cocina se volvió pesado, como si hasta las paredes contuvieran la respiración.
Ana estaba segura de que su vida en aquella casa había llegado a su fin. Imaginó sus cosas en una bolsa, la calle, el miedo a no encontrar otro trabajo. Todo por haber dejado entrar a un niño hambriento.
Entonces, la voz de don Alberto rompió el silencio.
—¿Cómo te llamas, hijo?
La cuchara del niño chocó contra el plato. Levantó la vista despacio, con los ojos muy abiertos, sin saber si debía hablar. Su voz salió apenas como un susurro.
—Me llamo Diego.
Desde ese momento, los ojos de don Alberto no se apartaron de él. Diego había comido solo la mitad del guiso, pero ya no tragaba con esa desesperación angustiosa. Ahora lo miraba con una mezcla de miedo y esperanza. Ana seguía quieta, sin saber si debía intervenir o mantenerse al margen.
Don Alberto inspiró hondo y habló, esta vez con un tono más suave.
—Termina de comer, Diego. Nadie debería pasar hambre si se puede evitar.
El niño lo miró un segundo, dudando, y luego volvió a tomar la cuchara.
Ana soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo. El pánico que la había paralizado comenzó a aflojarse, dejando paso a una tímida sensación de alivio. No había gritos, no había reprimendas. Al contrario, su jefe estaba permitiendo que el niño se quedara allí, sentado en su cocina, comiendo su comida.
Durante la siguiente hora, don Alberto se quedó cerca, observando al niño con una mezcla de curiosidad, preocupación y algo más difícil de describir. Cuando Diego terminó el plato, él se sentó frente a él.
—¿Dónde dormiste anoche? —preguntó con calma.
Los ojos de Diego se clavaron en el mantel.
—En la calle… detrás de unas tiendas —murmuró—. No tenía a dónde ir.
Ana tragó saliva. Había esperado un sermón, un escándalo. Pero lo que vio fue lo último que habría imaginado. Don Alberto asintió despacio, sin decir nada durante unos segundos. Después se levantó.
—Esta noche no dormirás en la calle —dijo al final—. Aquí no.
Miró a Ana.
—Llévalo a la habitación de invitados del fondo. Que se duche, que se ponga algo limpio. Yo me encargo del resto.
Ana solo pudo asentir.
Más tarde, Diego, ya envuelto en una toalla, fue llevado a una pequeña habitación sencilla que casi nunca se usaba. Don Alberto llamó al chófer por teléfono y le pidió que trajera mantas, algo de ropa para niño, unos juguetes y lo que encontrara que pudiera servir.
La casa, que siempre había sido demasiado grande y silenciosa, de pronto tenía una presencia distinta.
Aquella noche, cuando el niño estuvo ya acostado, don Alberto se sentó en una silla junto a la cama. Ana se quedó en la puerta, observando la escena con una mezcla de incredulidad y ternura.
—¿Has estado viviendo solo? —preguntó él, con cuidado.
Diego asintió, mirando sus manos pequeñas, que jugaban con la costura de la sábana.
—No tengo papás —susurró—. O… ya no.
Ana sintió un nudo en la garganta. Siempre había soñado con poder ayudar a niños en esa situación, pero nunca imaginó que algo así pasaría en la casa donde limpiaba y fregaba cada día.
Pasaron los días, y luego las semanas. Don Alberto se puso en contacto con los servicios sociales, intentando buscar información sobre la situación de Diego. Pero no aparecían registros claros: ni familia que lo reclamara, ni tutela oficial bien definida. Era como si el niño se hubiera quedado fuera de todos los papeles, solo, en medio del mundo.
Mientras tanto, don Alberto dejó de pasar tantas horas fuera. Empezó a quedarse más en casa, pasando tiempo con Diego. Le leía cuentos por la tarde, le enseñaba a sumar y restar con un cuaderno, y le mostraba el jardín, explicándole los nombres de los árboles y las flores.
Ana los miraba de lejos, con una sonrisa discreta.
El hombre que antes parecía frío y distante, siempre con el móvil en la mano, empezó a cambiar. Su rostro, que solía estar serio, se suavizó. Su voz, antes seca, se volvió más cálida. A veces, Ana alcanzaba a escuchar la risa del niño mezclada con la de su jefe, y le costaba creer que fuera la misma casa.
Diego, que al principio se asustaba con cualquier ruido fuerte, empezó poco a poco a relajarse. Jugaba en el jardín, corría, se ensuciaba las rodillas, se caía y se levantaba sin miedo.
Una tarde, mientras Ana pasaba por delante del despacho, oyó a don Alberto decir:
—Diego, esta noche, ¿quieres que salgamos a ver las estrellas desde el balcón?
El niño soltó una risa clara que se escuchó por todo el pasillo.
—¡Sí! —respondió—. ¡Quiero aprender los nombres!
Ana siguió su camino, sonriendo. Sabía que aquel niño ya no solo estaba a salvo. Estaba empezando a formar parte de algo mucho más grande: una familia.
El verdadero momento de prueba llegó una noche, después de cenar. Diego se quedó mirando a don Alberto, que recogía los platos de la mesa del comedor, y reunió un valor que hasta entonces no había tenido.
—Don Alberto… —dijo, con voz tímida.
—Dime, hijo —respondió él, sin mirar todavía.
—¿Usted… podría ser mi papá?
El silencio cayó como un peso suave pero intenso sobre la habitación.
Don Alberto se quedó quieto, con un plato entre las manos. Aquellas palabras lo atravesaron por dentro. Había perdido a su propia familia hacía años y se había prometido no volver a encariñarse con nadie. Pero desde que Diego había entrado en la casa, algo en él se había movido, algo que creía muerto.
Dejó el plato sobre la mesa y se arrodilló delante del niño para quedar a su altura. Lo miró a los ojos, que brillaban de expectativa y miedo al mismo tiempo.
—No sé si seré perfecto —dijo, con sinceridad—. Pero… voy a intentarlo. Cada día.
Los ojos de Diego se llenaron de lágrimas. Se lanzó a sus brazos, y don Alberto lo abrazó con fuerza, como si sujetara algo muy valioso que no quería volver a perder.
Esa noche, se quedó sentado junto a la cama del niño hasta que se quedó dormido. Ana, que había pasado a apagar la lámpara del pasillo, vio la escena desde la puerta entreabierta. Cerró despacio, con lágrimas en los ojos.
La casa ya no era solo una mansión grande. Era otra cosa.
Con el tiempo, y mucha paciencia, comenzaron los trámites. Reunieron documentos, hablaron con abogados, con asistentes sociales, firmaron papeles. Ana estuvo presente en cada cita, ayudando a Diego a entender, dándole la mano cuando se ponía nervioso. Don Alberto insistió en que ella participara en todas las decisiones importantes.
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