Leí la carta tres veces. Luego me acurruqué en la cama y lloré.
Lloré porque llevaba dos años sola, viviendo en un piso minúsculo, ahogada en las deudas médicas de mi madre, sintiéndome desconectada del mundo. Y, todo ese tiempo, había habido alguien que me buscaba. El dolor de mi madre nos había robado esa conexión a los dos.
Volví a mirar la foto. Mi padre y Cristián. Hermanos. Me sequé las lágrimas y tomé una decisión.
A la mañana siguiente llamé a la oficina de Cristián desde mi mesa.
—Grupo Aranda, despacho del señor Aranda.
—Soy Carla Pérez —dije, con la voz sorprendentemente firme—. Necesito hablar con el señor Aranda.
Diez segundos después, su voz sonó al otro lado de la línea.
—¿Carla? —sonaba entre sorprendido y esperanzado.
—¿Podemos vernos? Hoy. Después del trabajo. En el mismo sitio.
—A las seis —dijo enseguida—. Estaré allí.
Cuando entré en la cafetería, él ya estaba esperando. La misma mesa. Dos cafés con leche. Me senté y lo observé un momento, intentando leer su rostro.
—Gracias por llamar —dijo en voz baja—. ¿Hablaste con tu madre?
—Mi madre murió hace dos años —respondí.
Se le descompuso la cara de verdad.
—Carla, lo siento muchísimo.
—Gracias. Pero encontré una carta suya. Me explicó por qué lo apartó. Se arrepentía. Quería que te encontrara.
Los ojos de Cristián se llenaron de brillo.
—Nunca la culpé —dijo con calma—. El duelo hace que la gente haga cosas que normalmente no haría. ¿Qué le ocurrió?
—Esclerosis lateral amiotrófica. Pasé dos años cuidándola a tiempo completo, viéndola apagarse poco a poco. Para cuando murió, en cierto modo ya había hecho parte del duelo. Pero el vacío se quedó. Después de separarse de mi padrastro, solo estábamos ella y yo en el mundo. Y luego, solo yo.
—Debe haber sido durísimo —murmuró.
—Me suena que usted también sabe lo que es estar solo. Dijo que era huérfano, igual que mi padre.
—Sí —asintió—. Nunca conocí a ningún pariente de sangre. Crecí en centros y en casas de acogida.
Tuve mucha suerte, tuve una profesora increíble que creyó en mí y me empujó a seguir estudiando hasta conseguir una beca completa. Gracias a ella llegué a la universidad. Pero hace años que murió.
—Lo siento. ¿Y nunca se casó?
—No. Supongo que me acostumbré a estar solo. No dejo entrar a mucha gente. El trabajo se lo come todo.
Respiré hondo. Había algo que necesitaba dejar claro.
—Respecto a eso… mi madre tenía pánico de que pensases que éramos interesadas. No quería tu dinero, y yo tampoco.
—No te preocupes por eso, Carla.
—Lo digo en serio. No quiero que pienses que te he llamado por lo que tienes.
—Lo entiendo —dijo suavemente—. Pero déjame al menos cumplir la promesa que le hice a tu padre.
—Lo que necesito no es dinero —dije, mirando mi taza—. Lo que necesito es a alguien que lo recuerde. Alguien que me haga sentir menos sola.
Cristián alargó la mano y la puso encima de la mía.
—No estás sola, Carla. He estado aquí, buscándote. Y ahora no pienso desaparecer.
En los tres meses siguientes, Cristián se convirtió en una pieza central de mi vida. Tomábamos café todos los jueves sin faltar uno. Me contaba historias y más historias sobre un hombre al que yo casi no recordaba.
Me explicó cómo se conocieron, cómo mi padre lo había salvado de abandonar la carrera cuando estaba sumido en una depresión profunda.
Me habló de las noches en vela construyendo maquetas, de cómo mi padre había sido su testigo en la boda que nunca llegó a celebrar porque, al final, no se casó. Me contó que mi padre había llamado llorando de alegría la noche que nací.
—Te quería más que a nada —decía Cristián—. Llevaba tu foto en la cartera y se la enseñaba a cualquiera. “Esta es mi hija, Carla. Va a cambiar el mundo”, decía.
—No recuerdo su voz —confesé—. Solo su risa.
—Tenía una voz muy suave —respondió—. Paciente. Nunca gritaba. Buscaba soluciones. Y siempre estaba dibujando. En servilletas, en sobres, en periódicos… siempre estaba construyendo algo en su cabeza.
Un día, cuando Cristián vino a mi piso, se quedó mirando en silencio. Había decorado los treinta y pocos metros cuadrados con muebles de segunda mano de estilo mid-century: madera de nogal, líneas limpias, colores cálidos.
—¿Lo has hecho tú sola? —preguntó, recorriendo la estancia con los ojos.
—No es gran cosa, pero…
—Carla —me interrumpió—. Es precioso. A tu padre le habría encantado. Él siempre decía que el buen diseño no trataba de metros ni de presupuesto, sino de visión. Y tú la tienes.
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