Saqué mi cuaderno de dibujo con vergüenza y le enseñé algunos bocetos de interiores: salones, cafés, pequeñas tiendas. Se quedó mirándolos largo rato.
—¿Estudiaste diseño? —preguntó.
—Estudiaba diseño de interiores en la universidad. Segundo año. Pero cuando diagnosticaron a mi madre, tuve que dejarlo para cuidarla. Murió hace dos años. No he vuelto. Las facturas médicas me persiguen todavía.
—Déjame ayudarte —dijo de inmediato.
—No —respondí, casi reflejo—. No quiero caridad. Eso es exactamente lo que mi madre temía.
—No es caridad —dijo con intensidad—. Es una promesa. Estoy vivo gracias a tu padre. Cuando estudiábamos, toqué fondo.
Pensé en dejarlo todo. Todo. Me sentía fuera de lugar, rodeado de hijos de familias ricas, sin nadie mío. Mi mentora había muerto. No veía salida.
Carlos me encontró una noche, literalmente, al borde del abismo. Habló conmigo hasta el amanecer.
Me hizo prometer que seguiría. Que no tiraría mi vida por la borda. Si hoy estoy aquí, es por él. Ayudar a su hija no es un favor. Es honrar al hombre que me dio un futuro.
No supe qué contestar. La honestidad cruda en su voz hizo callar a mi orgullo.
—No necesito dinero —dije al final—. Pero no me importaría tener a alguien que me cuente cómo era mi padre. Alguien que me recuerde que no estoy sola.
—Entonces empecemos por ahí —sonrió.
En noviembre, Cristián me llamó a su despacho. Desenrolló sobre la mesa un gran plano: el proyecto final de la nueva sede de su grupo.
—Quiero que tú diseñes los interiores —dijo como si nada.
—Cristián, soy solo una asistente.
—Eres una diseñadora atrapada en un puesto de asistente —respondió—. He visto tu trabajo. Te quiero en este proyecto. Como profesional independiente. Con honorarios de mercado. Si va bien, ya veremos qué viene después.
—No tengo título —protesté, con el pánico subiendo—. Ni siquiera terminé la carrera.
—Tu padre tampoco —dijo—. La dejó en el último año. Y eso no le impidió ser brillante. El talento no necesita diploma. Necesita oportunidades.
Me temblaban las manos. Pero pensé en mi padre. En cómo nunca dejó que el miedo le impidiera construir las cosas que imaginaba.
—Vale —dije al fin, con voz más firme—. Lo haré.
Semanas después, Cristián me invitó a un evento especial: la reunión anual del Círculo de Arquitectos, promoción del 94.
—Nos vemos cada año —me explicó—. Éramos doce. Ahora somos once. Tu padre era el doceavo. Quieren conocerte.
El encuentro fue en un salón privado cerca del campus donde ellos habían estudiado. Cuando entré, once personas se levantaron a la vez. Impresionaban.
Estaba Teo, ahora profesor universitario de arquitectura. Estaba Gracia, directora de una empresa biotecnológica.
Julián, inversor. Priya, neurocirujana. André, un arquitecto famoso de París. Kenji, ingeniero en robótica en una gran compañía japonesa.
Raquel, abogada ante el máximo tribunal. Omar, emprendedor en energías renovables. Sienna, diseñadora de moda en Milán. Dante, astrofísico en la agencia espacial. Y, por supuesto, Cristián.
—Todos —anunció Cristián, con una sonrisa orgullosa—, esta es Carla Pérez, la hija de Carlos.
—Te pareces muchísimo a él —dijo Gracia, con la voz cargada de emoción.
—Tienes sus ojos y su sonrisa —añadió Teo, estrechándome la mano.
André sonrió con calidez.
—Tu padre era el corazón de nuestra promoción. Le echamos de menos cada día.
—Hablaba de ti todo el tiempo —añadió Priya—. Decía que serías arquitecta. Lo veía en ti cuando aún eras un bebé.
Julián asintió.
—Nunca pudimos olvidarlo. Y ahora que te hemos encontrado, no vamos a olvidarte a ti tampoco. Eres una de los nuestros.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






