Esa noche me hicieron un regalo. Era un anillo de plata, idéntico al que yo llevaba, recién creado. Era el anillo del Círculo de Arquitectos. Por dentro, estaba grabado: “Carla Pérez. Legado de Carlos”.
—Eres parte de esta familia —dijo Cristián, poniendo una mano sobre mi hombro—. Lo quieras o no.
Miré el anillo, y luego las once caras que me rodeaban, llenas de calidez y aceptación.
—Lo llevaré —dije, parpadeando para contener las lágrimas.
El proyecto de interiores para la nueva sede del grupo de Cristián me llevó cuatro meses de trabajo agotador. Trabajé más que nunca en mi vida. Diseñé los espacios con un aire mid-century moderno: líneas limpias, funcionalidad, madera cálida, cuero y lino.
Cuando el edificio estuvo terminado y la decoración completada, recorrimos el espacio juntos.
—Carla, esto es una obra maestra —dijo, mirando el atrio—. Es un lugar donde la gente va a crear. Donde van a construir el futuro. Justo lo que tu padre soñaba.
Se detuvo en el vestíbulo principal y señaló una pared. Allí, sobre la piedra, había una placa de bronce. Decía:
“Este edificio honra a Carlos Javier Pérez, promoción del Círculo de Arquitectos de 1994. Visionario. Hermano. Padre. Su legado vive en los espacios que construimos y en las promesas que cumplimos”.
No pude hablar. Las lágrimas me corrían por la cara sin control.
—Tu padre merecía ser recordado —dijo Cristián en voz baja—. Y ahora lo será.
Nunca volví a ser solo una asistente. Cristián me contrató para otros proyectos, y su recomendación hizo que otros clientes empezaran a buscarme. Pagué por completo la deuda médica de mi madre. Me mudé del piso minúsculo a un apartamento lleno de luz, con una habitación independiente y espacio para respirar. Volví a la universidad a terminar mi título, aunque fuera a ritmo lento.
Y todos los jueves sigo tomando café con Cristián. Algunos domingos hacemos barbacoas en su casa. A veces estamos solo los dos; otras, vuelan amigos del Círculo de Arquitectos para unirse.
—¿Sabes? —le dije un jueves, pasando el dedo por el borde de mi taza—. Pasé dos años convencida de que estaba completamente sola en el mundo.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Ahora tengo once padrinos que me escriben todo el rato —sonreí—. Y un millonario muy pesado que insiste en pagarme demasiado.
Cristián soltó una carcajada cálida.
—Vale cada euro que te pago —respondió.
Alargué la mano y tomé la suya.
—Gracias —dije—. Por cumplir tu promesa. Por encontrarme.
—Tú también me encontraste a mí, Carlita —me corrigió con cariño—. Entraste en aquella sala con su anillo colgado del cuello. Fue el destino. O quizá tu padre, cuidando de los dos desde donde esté.
Bajé la vista a mis manos. Ahora llevaba dos anillos. En la mano derecha, el anillo original, el de Cristián que mi padre llevó durante años. En la izquierda, mi anillo del Círculo de Arquitectos.
—¿Crees que estaría orgulloso? —pregunté.
—No tengo ninguna duda —respondió—. Estás creando espacios bellos. Estás continuando su legado. Eres exactamente la mujer que él imaginó cuando hablaba de ti con la foto en la mano.
Han pasado ya tres años desde aquel día del ascensor. Terminé mis estudios y ahora dirijo mi propio estudio de diseño de interiores, Estudio Pérez.
Llevamos proyectos residenciales y comerciales: hoteles, restaurantes, oficinas. Tengo un equipo de seis diseñadores talentosos trabajando conmigo. Cristián sigue siendo mi amigo más cercano. Fue la primera persona a la que llamé después de mi primera cita con el que ahora es mi pareja, y se adoran mutuamente.
El Círculo de Arquitectos me ha adoptado por completo. Voy a las reuniones todos los años, sin falta. Once personas brillantes y exitosas que se han convertido en mi familia.
Yo no soy rica como ellos, desde luego no soy famosa, pero estoy construyendo algo de lo que mi padre podría sentirse orgulloso.
Y sigo llevando dos anillos. Uno que fue suyo. Otro que es mío. Los dos me recuerdan lo mismo: no estoy sola. Formo parte de un legado. De una promesa. De una familia elegida que va más allá de la sangre, del tiempo y hasta de la muerte.
En mi mesa de trabajo hay dos fotos enmarcadas. En una se ve a mi padre y a Cristián, jóvenes, ilusionados, hermanos sin compartir apellido. En la otra, tomada el año pasado, salimos los once del Círculo, conmigo en el centro, sonriendo.
Las miro a menudo. Veo a mi padre sonriendo a la cámara, lleno de sueños que se quedaron a medias. Y me doy cuenta de algo profundo. S
u historia no terminó cuando él murió. Siguió viva en la promesa que dos huérfanos se hicieron en una noche fría de diciembre.
Siguió viva en un hombre que pasó años buscando porque había dado su palabra. Siguió viva en once personas que me abrieron los brazos solo porque llevo su apellido y su recuerdo.
Y sigue viva en mí. En los espacios que diseño. En el legado que estoy construyendo. En los anillos que llevo cada día.
Mi padre murió cuando yo tenía seis años, pero su legado no murió con él. Solo encontró otra forma de seguir existiendo: en las promesas cumplidas, en las familias que elegimos y en un amor que se niega a desaparecer.






