—¿Quién fue? —preguntó él, aunque en el fondo ya lo sospechaba.
—Una de las consejeras del grupo —respondió David—. Victoria Serrano. La denuncia salió de un correo que ella envió desde una cuenta “personal”, pero desde la red de la empresa. Y contiene datos que solo alguien presente en determinadas reuniones pudo escuchar.
Javier apretó la mandíbula.
—Perfecto —dijo—. Entonces ha llegado el momento de hablar claro.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó el abogado.
—Lo que mejor sé —respondió Javier—. Negociar. Pero esta vez, por algo que importa de verdad.
Ese mismo día, a las dos de la tarde, el Consejo de Administración de Grupo Córdoba se reunió en sesión extraordinaria. El ambiente olía a tensión y a perfume caro.
Javier entró con su maletín de cuero, sin corbata, con una calma que inquietó a más de uno. Se colocó de pie al extremo de la mesa y empezó a repartir documentos.
—Lo que tienen delante —anunció— es mi carta de dimisión como presidente, con efecto inmediato, junto con una recomendación de iniciar la búsqueda de un sustituto.
La sala estalló en murmullos.
—Pero —continuó él—, esa dimisión es condicional. Solo se hará efectiva si este consejo decide censurar mis decisiones familiares o utilizarlas como argumento para poner en duda mi capacidad profesional.
Roberto Herrera revisó rápidamente las hojas.
—Javier, ¿qué estás planteando exactamente? —preguntó.
—Algo muy sencillo —respondió él—. Que esto se acabe hoy. Si este consejo cree que tener una familia me convierte en un presidente inadecuado, acepten mi dimisión. Me iré, fundaré otra empresa, y varios de nuestros mejores clientes, y no pocos empleados, se vendrán conmigo. No será agradable, pero sobreviviré.
Se volvió hacia Victoria Serrano, que lo miraba con rigidez.
—Y si este consejo decide que tener hijas y una pareja no me hace menos capaz, entonces dejamos de usar mi vida privada como arma.
—Esto es un chantaje —espetó Serrano—. Estás intentando doblarnos el brazo.
—No —replicó Javier—. Estoy poniendo límites. Y, de paso, exigiendo responsabilidades.
Abrió el maletín y sacó otro fajo de documentos.
—Porque aquí —dijo, dejando un sobre frente a cada miembro—, están las pruebas de que usted, señora Serrano, presentó una denuncia falsa ante Servicios de Protección de Menores usando información confidencial de esta empresa para perseguir a tres niñas y a su madre.
El silencio fue absoluto.
—Eso no es cierto —balbuceó ella—. Yo solo…
—La denuncia contiene datos concretos sobre fechas de mis viajes, reuniones internas y detalles que solo se trataron en este consejo —la interrumpió Javier—. Mi abogado ya ha preparado una demanda por acoso y uso indebido de información confidencial. Y yo estoy muy dispuesto a que todo esto se ventile en un juzgado… con la prensa delante.
Herrera carraspeó.
—Victoria, ¿tienes algo que decir? —preguntó, con el ceño fruncido.
Ella miró a su alrededor, buscando apoyo, pero encontró miradas frías.
—Todo lo hice por el bien de la empresa —intentó justificarse—. Él ha cambiado desde que tiene… esa familia. Está distraído. Tenía que…
—¿Tenías que poner en riesgo que separaran a tres niñas de un hogar estable para demostrar tu punto? —preguntó Javier, en un tono tan calmado que dolía más que un grito—. ¿Eso es “bien de la empresa”?
Ella apretó los labios.
—Javier —intervino Herrera—, ¿qué quieres exactamente?
—Dos cosas —contestó él—. Uno: que conste en acta que nadie en este consejo volverá a usar mi vida familiar como argumento en mi contra mientras los resultados de la empresa sigan en los niveles actuales. Dos: la dimisión inmediata de la señora Serrano. A cambio, renunciaré a cualquier demanda contra la empresa y centraré todas las consecuencias legales únicamente en acciones personales, si decido seguir adelante.
Serrano se levantó, indignada.
—Eso es inaceptable. No pueden echarme por intentar proteger…
—Lo que no es aceptable es lo que tú hiciste —la cortó Herrera—. Vamos a votar.
La votación fue rápida y unánime.
Victoria Serrano dejó la sala con pasos duros y la cabeza demasiado alta para no parecer derrotada.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Herrera se volvió hacia Javier.
—En cuanto a tu situación… —empezó.
—Es muy sencilla —lo interrumpió Javier—. Tengo tres niñas que cuentan conmigo y una mujer con la que quiero construir una vida. A veces me iré de la oficina antes de las ocho. A veces priorizaré una reunión del colegio antes que un cóctel con inversores. Si este consejo no puede convivir con eso, tomen mi dimisión y yo mismo les ayudaré a buscar a la persona adecuada para sustituirme.
Los consejeros se miraron entre sí. Al final, habló Herrera.
—Lo que nos importa son los resultados —dijo—. Has aumentado los beneficios de Grupo Córdoba un cuarenta por ciento en dos años. Has cerrado operaciones que nadie más se atrevía a intentar. Si ahora consigues hacer eso y, además, llegar a casa para la cena, lo único que demuestras es que eres más competente de lo que pensábamos.
Hubo varias sonrisas, discretas pero sinceras.
—Entonces —continuó Herrera—, propongo que quede claro en acta que este consejo apoya tus decisiones familiares siempre que la gestión del grupo se mantenga en los niveles actuales. ¿De acuerdo?
Las cabezas asintieron alrededor de la mesa.
—Perfecto —dijo Javier, guardando lentamente la carta de dimisión en su maletín—. Entonces, señores, tenemos trabajo que hacer. Pero hoy llegaré a casa temprano.
Esa tarde, al abrir la puerta del ático, Javier encontró el tipo de caos que se había convertido en su favorito.
Mia había transformado la mesa del comedor en un taller de arte: cartulinas, pegamento, purpurina por todas partes. Zoe practicaba una canción en el piano, fallando notas pero con entusiasmo contagioso. Marina estaba en el suelo, rodeada de libros y cuadernos, haciendo deberes de matemáticas.
Raquel apareció de la cocina con una coleta alta, vaqueros y una camiseta vieja de la universidad de Javier que le quedaba grande.
—¿Cómo fue la reunión? —preguntó, dándole un beso rápido en la mejilla.
—Digamos que el Consejo y yo llegamos a un acuerdo —respondió él—. Victoria ya no está. Y queda por escrito que tener una familia no es incompatible con dirigir una empresa.
—Bien —dijo Raquel, con una media sonrisa—. Nunca me cayó bien, aunque solo la viera de lejos cuando fregaba los pasillos.
Mia corrió hacia él, cubierta de pintura y purpurina.
—¡Mira lo que hice! —dijo, enseñándole una hoja llena de colores—. Somos nosotros. Tú, mamá, Marina, Zoe y yo. Estamos todos agarrados de la mano.
En la parte de abajo, con letras torcidas, ponía: “MEJOR PAPÁ DEL MUNDO”.
Javier sintió un nudo en la garganta.
—¿Puedo llevar esto a la oficina y colgarlo detrás de mi escritorio? —preguntó.
—Pero es feo —protestó Mia—. No está bien pintado.
—Es perfecto —respondió él—. Y todo el mundo que entre a mi despacho tiene que saber qué es lo más importante que tengo.
Raquel lo miró en silencio, con la mirada suave.
Aquella misma semana empezó otra pequeña revolución: Raquel se matriculó en un par de cursos de educación en la universidad a distancia y empezó a hacer voluntariado en el colegio de las niñas, ayudando con tareas de apoyo escolar. Poco a poco, dejó de presentarse a sí misma como “la señora de la limpieza” y empezó a decir, con un orgullo nuevo, que estaba estudiando para trabajar con niños.
La casa cambió también.
El sofá caro acabó lleno de mantas, muñecos y libros abiertos. La mesa de centro se ganó varios rayones de colores. En la nevera, entre imanes y horarios de colegio, estaban pegadas fotos de excursiones, dibujos torcidos y la prueba de ADN que decía, en términos fríos, lo que ellos ya sabían con el corazón: Marina era hija de Javier.
Seis meses después, Javier y Raquel se casaron en una ceremonia pequeña en un parque grande de la ciudad, bajo unos árboles enormes que daban sombra. No hubo ostentación ni cientos de invitados; solo familia, unos pocos amigos y tres niñas que discutían para ver quién tiraba más pétalos de flores.
Marina llevaba un vestido sencillo y una expresión que mezclaba orgullo y emoción. Zoe y Mia, con coronas de flores en el pelo, tomaban su papel de “damas de honor” muy en serio.
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