La llamada de una niña que interrumpió una reunión millonaria y obligó a un ejecutivo a elegir familia

Raquel se puso roja hasta las orejas. Javier se echó a reír.

—¿Qué pensarías tú si lo hiciéramos? —preguntó.

—Que estaría bien —dijo ella, muy seria—. Así serías nuestro papá “de verdad”, no solo “de mientras tanto”.

—Ya soy tu papá de verdad, Mia —respondió Javier—. Una boda solo lo pone bonito en el papel.

La niña asintió, satisfecha, y volvió corriendo a la habitación para contárselo todo a Zoe y a Marina.

Javier se quedó mirando a Raquel.

—¿Te das cuenta de que nuestra vida ya no va a ser tranquila nunca más? —bromeó.

—Menos mal —respondió ella, sonriendo—. La tranquilidad estaba sobrevalorada.


Dos meses después, Javier recibió una llamada que pondría a prueba todas las promesas que se había hecho a sí mismo y a su nueva familia.

Era sábado por la tarde. Las niñas estaban en el salón construyendo una fortaleza con cojines. Raquel, sentada en el suelo, hacía de árbitro en las discusiones sobre quién mandaba en el “castillo”. El apartamento resonaba con risas y voces infantiles.

El móvil de Javier vibró. Era David Chang, su abogado.

—Javier, tenemos un problema —dijo sin rodeos—. Alguien ha presentado una denuncia formal contra ti como cuidador de las niñas.

Javier se apartó hacia su despacho y cerró la puerta.

—¿Qué tipo de denuncia?

—Ante Servicios de Protección de Menores —explicó David—. Un escrito anónimo que dice que el entorno que les estás dando no es estable. Cuestiona tu horario de trabajo, la “situación poco convencional” de convivencia y si las niñas realmente están bien atendidas.

Javier sintió un frío punzante bajo las costillas.

—¿Quién ha presentado eso?

—Oficialmente es anónima. Extraoficialmente… contiene detalles que solo alguien con acceso a tu agenda y a tus reuniones internas podría saber —añadió David—. Alguien de dentro de tu propia empresa.

Javier apoyó la mano en la mesa.

—¿Qué significa para las niñas?

—Protección de Menores está obligada a investigar —dijo David—. Querrán ver la casa, hablar con las niñas por separado, evaluar vuestra dinámica. Y, Javier, legalmente tú sigues sin ser padre reconocido de Marina, y no tienes ningún vínculo legal con las gemelas.

El silencio pesó un segundo.

—¿Podrían llevárselas? —preguntó al fin.

—En teoría, la custodia la tiene Raquel —respondió el abogado—. Pero si llegaran a la conclusión de que ella no puede mantenerlas sin tu apoyo, podrían sugerir alternativas. No quiero asustarte, pero tenemos que tomárnoslo muy en serio.

Javier miró a través del cristal de su despacho. Al otro lado, Zoe intentaba equilibrar un cojín enorme sobre la cabeza de Mia, mientras Marina reía de verdad, sin rastro del peso de antes.

—¿Cuándo vienen? —preguntó.

—El lunes por la mañana —respondió David—. Antes de eso hablaremos, te explicaré cómo funciona todo. Pero, Javier… esto no solo va de las niñas. Hay quien quiere usar tu nueva vida como arma para cuestionar tu papel como presidente del grupo.

Tras colgar, Javier se quedó quieto unos segundos. Luego respiró hondo y abrió la puerta del despacho.

Raquel lo miró en cuanto lo vio.

—¿Todo bien? —preguntó, notando la tensión en su cara.

—Tenemos que hablar —dijo él—. Todos.

Las niñas se sentaron en el sofá, una al lado de la otra, con la seriedad que solo tienen los niños que ya han vivido demasiados cambios.

Javier se agachó para mirarlas a la altura de los ojos.

—El lunes va a venir una señora de Servicios Sociales —empezó—. Su trabajo es comprobar que los niños están bien, que están seguros y cuidados.

—¿Alguien llamó a la “policía de niños”? —preguntó Mia, redondeando los ojos.

—Algo así —admitió Javier—. Alguien que no entiende bien nuestra situación ha puesto una denuncia.

—Pero nosotros estamos bien —protestó Zoe—. Tenemos cama, comida, cole, y tú nos ayudas con los deberes.

Raquel intervino despacio.

—A veces los adultos se preocupan cuando no comprenden algo —explicó—. Y a veces hacen denuncias que no reflejan la realidad.

Marina llevaba toda la conversación en silencio, con el ceño fruncido.

—Es por el trabajo, ¿verdad? —dijo al fin—. Alguien piensa que has elegido a una familia en vez de tu empresa.

La lucidez de la niña todavía lo desarmaba.

—Marina, quiero que sepas algo —respondió Javier—. Siempre voy a elegir a mi familia. Y si a alguien en la empresa no le gusta, tendrá que aceptarlo… o buscarse otro presidente.

—¿Y si dicen que no podemos vivir aquí? —preguntó Marina, en voz baja.

Javier la miró de frente.

—Vamos a demostrarles que esto es un hogar —dijo—. Que aquí estáis seguras, que os queremos, que estáis mejor que nunca. Pero pase lo que pase, no voy a dejaros solas.

Zoe levantó la mano como si estuviera en clase.

—Si la señora nos pregunta si queremos vivir aquí, ¿podemos decir que sí muy fuerte? —dijo con total seriedad.

—Claro que sí —sonrió Javier—. Podéis decir la verdad tal como la sentís.

Esa noche, después de que las niñas se durmieran, Javier y Raquel se sentaron en la cocina con un montón de papeles delante. Horarios, certificados médicos, informes del colegio, fotos de los últimos meses.

—Lo piensan todo al revés —murmuró ella—. Tú eres lo mejor que nos ha pasado y alguien ha decidido convertir eso en problema.

—Quizá precisamente por eso —respondió él—. Hay quien se siente amenazado cuando ve que has encontrado algo que vale más que el trabajo.

—Y si esto sale mal… —empezó Raquel, con la voz quebrada.

—No va a salir mal —la detuvo Javier—. Y si alguna vez las cosas se ponen feas, pelearemos. Juntos.

Ella se tapó la cara con las manos un momento.

—No sé cuántas fuerzas me quedan para peleas —susurró—. Pero por ellas… las saco de donde sea.

Javier le apartó las manos del rostro.

—No estás sola —dijo—. Nunca más.


El lunes por la mañana, el ático parecía otro. No por los muebles ni por la decoración, sino por la tensión contenida en el aire. Las niñas iban arregladas como el primer día de colegio. Raquel no había pegado ojo.

A las diez en punto sonó el timbre.
Sara Valdés, trabajadora de Protección de Menores, entró con una carpeta y una colega. Con ellas venía una psicóloga infantil, la doctora Jennifer Martínez, encargada de observar la dinámica familiar.

Convirtieron el salón en una especie de oficina improvisada. Montaron una grabadora, tomaron notas, pidieron ver los dormitorios, la cocina, los baños. Querían hablar con cada niña por separado.

Marina entró la primera en la habitación destinada a entrevistas. Salió veinte minutos después, con ojos brillantes pero mentón firme.

—He dicho la verdad —murmuró, más para sí misma que para los demás.

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