La llamada de una niña que interrumpió una reunión millonaria y obligó a un ejecutivo a elegir familia

Zoe fue la siguiente. Volvió con los ojos enrojecidos.

—Pensé que nos iban a llevar —confesó en voz baja—. Me preguntaron si echaba de menos el piso viejo. Les dije que no, que allí se oían gritos por la noche. Aquí solo se oye la tele y el piano.

Mia, en cambio, salió indignada.

—La señora me preguntó si tú me gritas —le dijo a Javier, con cara de ofendida—. Le dije que solo levantas la voz cuando casi vuelco el vaso de leche encima del portátil.

La psicóloga pasó un buen rato observando cómo Javier ayudaba a Marina con los deberes, cómo Raquel mediaba en una discusión entre Zoe y Mia por un muñeco, cómo la familia se movía por la casa con naturalidad, a pesar de la incomodidad de ser observados.

En un momento dado, Sara se sentó frente a Javier en el despacho.

—Señor Córdoba —empezó, con el tono profesional de alguien que ha hecho estas preguntas mil veces—, la denuncia dice que su trabajo es demasiado absorbente para que pueda implicarse de verdad en la crianza. Que su papel podría ser “temporal” o “impulsivo”. ¿Qué responde?

Javier miró hacia la puerta entreabierta. Desde allí, alcanzaba a ver el dibujo que Mia había pegado en la nevera: cinco figuras de palitos cogidas de la mano, debajo la palabra “Familia”.

—Respondo que, desde que supe que Marina era mi hija, he reorganizado toda mi vida —contestó—. He cambiado mi agenda, he reducido viajes, he aplazado operaciones importantes. He tomado decisiones que han costado dinero a mi empresa, porque estas niñas necesitaban estabilidad.

—¿Y cuando haya una crisis en su grupo empresarial? —insistió Sara—. ¿Qué pasará si tiene que elegir entre una reunión urgente y una fiesta del colegio?

—He aprendido algo en estos meses —dijo Javier—. Ningún contrato, ningún acuerdo internacional, vale más que una niña que te espera con su disfraz en una función escolar. Llevo toda la vida sacrificando todo en nombre del trabajo. Ya he pagado demasiado por eso.

Ella lo observó durante unos segundos, anotando algo en su carpeta.

—Lo que digamos nosotros no lo decidirá todo —explicó—. También cuenta el informe de la psicóloga, el colegio, el médico. Pero le diré algo, señor Córdoba: no se ven muchas casas como ésta.

—¿Lujosas? —ironizó él.

—Lujosas hay muchas —replicó ella—. Llenas de ruido de niños que se sienten queridos, no tantas.

Después de casi tres horas, recogieron sus cosas. Antes de irse, la doctora Martínez se acercó a Javier.

—Esas niñas lo adoran —dijo—. Y están mejor de lo que estaban. Se les nota en la mirada.

—¿Eso ayuda? —preguntó él.

—Ayuda mucho —respondió ella.

Cuando la puerta se cerró detrás del equipo, la tensión acumulada se liberó de golpe. Mia se le colgó del cuello a Javier.

—¿Lo hicimos bien? —preguntó.

—Lo hicisteis perfecto —aseguró él—. Dijisteis la verdad. No se puede hacer más.

Raquel se sentó en el sofá, con las manos aún temblorosas.

—No quiero volver a pasar por algo así en la vida —murmuró.

—Ojalá no haga falta —dijo Javier—. Pero, si alguna vez se repite, ya sabemos que podemos con ello.

Por la tarde, sonó otro teléfono.
Esta vez no era un abogado ni una trabajadora social.

Era el presidente del Consejo de Administración de Grupo Córdoba, Roberto Herrera.

—Javier, tenemos que hablar —dijo con voz grave—. Hoy. En mi despacho.

Una hora después, Javier se sentaba frente a él y otros tres consejeros. Reconocía en sus caras preocupación… y en alguna, claramente, interés.

—Nos han llegado rumores sobre tu situación familiar —empezó Herrera—. Y sobre la intervención de Servicios Sociales.

—Rumores que, curiosamente, solo podrían salir de alguien con acceso a información interna —contestó Javier, con calma fría.

—Javier —intervino Victoria Serrano, una consejera que siempre había desconfiado de él—, has faltado a demasiadas reuniones. Aplazaste la operación de Shanghái. Y ahora, toda la ciudad comenta que Protección de Menores ha visitado la casa del presidente del grupo. Es normal que nos preguntemos si estás… distraído.

—¿Estáis pidiéndome que elija entre mi familia y la empresa? —preguntó Javier.

—Te estamos pidiendo que pienses en lo que es mejor para Grupo Córdoba —respondió Serrano.

Él se levantó despacio.

—Lo mejor para la empresa es tener un presidente que sepa qué es importante —dijo—. Y he descubierto que nada en el mundo es más importante que levantarme cada mañana sabiendo que tres niñas cuentan conmigo.

—Sé razonable —insistió Herrera.

—Estoy siendo más razonable que nunca —respondió Javier, dirigiéndose a la puerta—. Tenéis hasta mañana para decidir si queréis un presidente que también es padre… o si preferís buscar a otro.

—¿Estás amenazando con dimitir? —preguntó Serrano.

Javier se giró.

—Estoy diciendo que mi familia no es negociable —contestó—. Si eso es un problema para este consejo, entonces sí, tendréis que aceptar mi dimisión.

Al salir, su móvil vibró. Mensaje de Marina.

«Papi, Mia te ha hecho un dibujo para que no estés triste por la señora de hoy. Es de todos nosotros juntos. Ha puesto “mejor papá del mundo” abajo.»

Javier sonrió, con un nudo en la garganta.

Se dio cuenta de que, pasara lo que pasara al día siguiente en esa sala de juntas, lo que realmente importaba ya lo había ganado.

Tenía una familia.

Lo demás eran detalles.

La llamada llegó a las 6:47 de la mañana de un jueves que cambiaría todo.

—Señor Córdoba, habla Sara Valdés, de Servicios de Protección de Menores. Quería darle la noticia personalmente antes de que reciba el informe oficial.

Javier se incorporó en la cama. A su lado, Raquel se removió, todavía medio dormida.

—Dígame, por favor —pidió él, conteniendo la respiración.

—Nuestra investigación no ha encontrado ningún indicio de abandono, maltrato ni cuidados inadecuados —explicó ella—. De hecho, en quince años de trabajo pocas veces he visto cambios tan positivos en tan poco tiempo.

Javier sintió que el cuerpo entero se le aflojaba.

—Entonces… —empezó.

—Entonces las niñas se quedan donde están —confirmó ella—. Más aún: en nuestro informe recomendaremos al juez que acelere el reconocimiento de su paternidad sobre Marina y que apruebe su solicitud para adoptar a Zoe y Mia, siempre que todos estén de acuerdo. El informe psicológico de la doctora Martínez indica que las tres niñas muestran un vínculo fuerte con usted y que separarlas de su cuidado les causaría un daño emocional serio.

Cuando colgó, Javier ya tenía los ojos húmedos.

—¿Qué pasa? —murmuró Raquel, incorporándose con el corazón en la boca.

Él sonrió, todavía con la voz temblorosa.

—Se quedan —dijo simplemente—. Servicios Sociales recomienda que reconozcan a Marina como mi hija y que pueda adoptar a las gemelas. No nos van a separar.

Raquel se tapó la cara con las manos y echó a llorar, esta vez de alivio.

—Pensé que otra vez nos iban a quitar lo poco que teníamos —susurró—. Y esta vez no solo era un piso… eras tú.

Lo abrazó con fuerza. Por primera vez en mucho tiempo, su llanto no era de desesperación, sino de agradecimiento.

Pero la tranquilidad duró poco. Una hora más tarde, sonó otro teléfono: David Chang, el abogado.

—Javier, tenemos novedades sobre la denuncia anónima —dijo con tono serio—. Hemos rastreado el origen.

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