Llamaron suavemente a la puerta.
—Señorita Raquel, el desayuno está listo, y doña Dolores quiere verla en el despacho.
Encontré a la abuela sentada tras un enorme escritorio de madera, con aspecto sorprendentemente enérgico pese a lo que había confesado la noche anterior. Tomás estaba de pie a un lado, y frente a ella, en una silla, había un hombre de mediana edad con traje caro y expresión seria.
—Raquel, este es Walter, mi abogado —dijo la abuela—. Tenemos que repasar unas cosas.
Walter se levantó y me dio la mano con firmeza.
—Señorita Raquel, es un placer. Su abuela habla muy bien de usted.
Me senté, sintiéndome como si estuviera en un sueño. Walter abrió una carpeta de cuero y empezó a explicarme los detalles del fideicomiso, de las empresas, de las inversiones. Números imposibles bailaban delante de mis ojos: miles de millones en activos, participaciones en laboratorios farmacéuticos, promociones inmobiliarias, empresas tecnológicas.
—Las cuentas de acceso inmediato se activan hoy —explicó Walter—. Cinco millones para su uso personal mientras se formaliza el resto del fideicomiso. Su abuela quiere que tenga recursos ya mismo.
Cinco millones, de golpe. Me mareé un poco.
—Hay algo más —dijo la abuela, con la mirada afilada—. Tu familia intentará impugnar el testamento. Dirán que te has aprovechado de mí, que estoy enferma, que no estoy en mis cabales. Tenemos que adelantarnos.
—¿Qué pueden hacer realmente? —pregunté.
Walter se inclinó hacia delante.
—Legalmente, no mucho. Su abuela tiene informes que acreditan que está en pleno uso de sus facultades. El testamento es sólido. Pero pueden intentar alargar el proceso, hacer ruido mediático, intentar destruir su reputación.
—Que lo intenten —intervino la abuela—. Llevo dos años documentando cómo han tratado a Raquel. Cada comentario cruel, cada exclusión, cada abuso económico. Si quieren guerra, la tendrán.
Mi móvil vibró otra vez. Esta vez era mi padre. La abuela me miró.
—Contesta —me dijo—. Pon el altavoz. Quiero oír lo que dice.
Con las manos temblorosas, descolgué.
—¿Sí?
—Raquel —la voz de Gregorio sonaba desesperada—. Tenemos que hablar. Tu abuela no está pensando con claridad.
—La oigo bastante clara —respondí, más firme de lo que me sentía.
—Esto es una locura. No puedes creer que te mereces toda su fortuna. Llevas 22 años con nosotros, y ahora nos das la espalda en cuanto hay dinero de por medio.
—¿En cuanto hay dinero de por medio? —repetí—. ¿Te refieres a los 750.000 que recibisteis por adoptarme? El dinero que se suponía que era para mí.
Silencio.
—No sé qué mentiras te ha contado —dijo al fin.
—Los extractos bancarios no mienten —respondí—. Walter lo tiene todo. Robasteis el dinero de un fideicomiso que mis padres biológicos dejaron para mí. Lo gastasteis en todo menos en mí.
Escuché un jadeo ahogado. Mi madre había cogido el teléfono.
—Ese dinero era para criarte —chilló Patricia—. ¡Para la casa, la comida, la luz!
—Me disteis ropa usada y me hicisteis pagar mis propios estudios —dije, sintiendo que algo dentro de mí, muy viejo, se encendía—. Mientras tanto, Victoria tenía ropa de marca y una universidad privada pagada. Javier tuvo coche a los 18. Yo tuve… nada.
—Eres una desagradecida —intervino Gregorio—. Te dimos un hogar.
—Me disteis una prisión —contesté, y la palabra salió limpia, afilada—. Me hicisteis sentir basura cada día, y encima lo hicisteis con un dinero que no era vuestro.
—Te llevaremos a juicio —amenazó Patricia—. No nos vas a dejar en la calle.
—Por favor, hacedlo —se metió la abuela en la conversación, con voz fría—. Me encantará ver cómo explicáis ante un juez por qué gastasteis en vacaciones de lujo y colegios privados el dinero destinado a una niña huérfana.
La llamada se cortó de golpe. Habían colgado.
Walter puso una mano en mi hombro.
—Raquel, sé que es mucho —dijo en tono suave—, pero tienes que entenderlo: ahora mismo tú tienes todas las cartas. Ellos no tienen ninguna base legal.
—Lo intentarán igual —murmuré.
—Por supuesto —respondió la abuela—. Pero perderán. Y cuando lo hagan, no tendrás ninguna obligación de volver a verles.
Sentí que algo muy pesado se me caía de encima, y al mismo tiempo, otra cosa igual de pesada tomaba su lugar: la responsabilidad, el miedo, el futuro desconocido.
Miré a la abuela. Ella me sostuvo la mirada con esa mezcla de dureza y ternura que solo alguien que ha sobrevivido a muchas cosas es capaz de mostrar.
Y supe, con una claridad fría, que la guerra apenas acababa de empezar.
La guerra empezó antes de lo que pensaba.
Tres días después de aquella cena, la historia de la “millonaria que deshereda a su familia para dejarlo todo a la nieta adoptada” apareció en los medios. No sé quién filtró los detalles —aunque no hacía falta ser muy lista para sospechar de Victoria—, pero de pronto mi nombre estaba en titulares, tertulias y programas de la tarde.
“Empresaria mayor entrega su imperio a nieta adoptada y deja a hijos sin nada.”
“¿Justicia o traición? El país se divide por la herencia de Dolores Navarro.”
Llamaban sin parar al teléfono del despacho de la abuela, a mi móvil, incluso al fijo de mi antiguo piso. Periodistas, programas, desconocidos que decían “solo quiero escuchar tu versión”. Yo me quedé en la casa de la abuela, casi escondida. No quería ver a nadie.
La reacción del público fue un caos. Algunos me llamaban “aprovechada”, “interesada”, “cazafortunas”. Otros defendían a la abuela y decían que la sangre no lo es todo. Los comentarios en internet eran despiadados.
“Seguro que llevaba años trabajando a la vieja.”
“Pobres hijos, toda la vida con ella y ahora se queda todo la otra.”
“Bien hecho. La familia no es ADN, es cómo tratas a la gente.”
Intenté ignorarlo, pero las palabras se me clavaban igual. ¿Estaba haciendo algo mal por aceptar lo que la abuela me daba? ¿Debería haber dicho que no?
—Deja de leer eso —me dijo la abuela, encontrándome encorvada sobre el portátil en la biblioteca—. La gente siempre opina sin saber nada.
—Me llaman de todo —murmuré.
—A mí también me llamaron de todo cuando monté mi primera empresa —respondió ella—. Que si era demasiado ambiciosa, que si una mujer no podía dirigir laboratorios, que si me iba a arruinar. Mira dónde terminé. Las lenguas no pagan las facturas.
Tomó mi mano. Su agarre ya no era tan fuerte como antes, pero su mirada seguía teniendo la misma firmeza de siempre.
—No se demuestra nada contestando —añadió—. Se demuestra viviendo como una sabe que debe vivir.
Esa misma tarde, Walter llegó con cara seria.
—Patricia y Gregorio han presentado formalmente una demanda para impugnar el testamento —nos informó—. Alegan influencia indebida y capacidad mental disminuida.
—Era de esperar —dijo la abuela, sin sorprenderse.
Walter dejó una carpeta sobre la mesa.
—Hay otra cosa. Victoria ha contratado a un investigador privado. Están rebuscando en el pasado de Raquel, buscando cualquier cosa que puedan retorcer.
—No hay nada que encontrar —dije, pero sentí cómo se me cerraba el estómago.
—Lo sabemos —respondió Walter—. Pero eso no les impedirá inventar historias, sacar cosas de contexto, insinuar lo que no existe.
Como si el universo quisiera confirmarlo, mi móvil empezó a sonar otra vez. Número desconocido. Contra mi instinto, contesté.
—¿Sí?
—Raquel, qué alegría que cojas —la voz era femenina, dulce, demasiado ensayada—. Soy periodista de una revista local. Me gustaría hablar sobre tu relación con doña Dolores.
—No voy a dar entrevistas —respondí.
—Solo son unas preguntas rápidas sobre ciertas acusaciones —insistió.
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